El interior de la ambulancia vibraba con el traqueteo del asfalto mientras las luces rojas y azules parpadeaban en el exterior como un corazón desbocado. Isabella estaba sentada junto a la camilla, con las manos aferradas a las de Leonardo, que yacía inconsciente, el rostro amoratado por los golpes y una herida profunda aún sangrante en el costado izquierdo.—Resiste, amor... —Susurraba ella, con lágrimas cayéndole sin control—. No me dejes, no ahora. Leonardo, te necesito. Tú me enseñaste a amar, me enseñaste a no rendirme… ¿Cómo voy a seguir si tú te vas?El paramédico que iba a su lado, un hombre de unos cuarenta años con rostro curtido por años de urgencias, movía con precisión las herramientas médicas. Llevaba un auricular con micrófono, informando a la base de cada detalle. Otro joven paramédico, de rostro serio y ojos decididos, estaba junto al monitor cardíaco.—Presión cayendo... 80 sobre 50 —informó con rapidez.—Tiene una herida punzante en el costado, hay pérdida activa —d
El motor del auto rugía con fuerza mientras Andrés mantenía ambas manos firmes en el volante. Mario iba a su lado, con la mirada perdida por la ventana, los ojos enrojecidos y las lágrimas desbordándose sin consuelo. No hablaba, solo respiraba entrecortadamente, como si cada bocanada de aire le doliera.—Ya cálmate, Mario —dijo Andrés con voz serena pero firme—. No es bueno que Leonardo te vea así... desbastado. Tienes que ser fuerte. Él nos necesita más que nunca.Mario se frotó el rostro con ambas manos, tratando de contener el temblor en sus dedos. Giró lentamente la cabeza hacia Andrés, con la voz rota.—Tienes razón, Andrés... Mi hijo me necesita. No puedo caerme ahora... no puedo...El silencio que siguió fue denso, solo interrumpido por el zumbido de los neumáticos deslizándose por el asfalto. Andrés aceleró al ver despejada la vía. El trayecto se hizo eterno. Ninguno de los dos hablaba, pero el dolor los invadía en cada suspiro.Cuando por fin llegaron al hospital, ambos bajar
Santamaría condujo sin pronunciar palabra por una carretera solitaria, entre montes y caminos sin señales. El silencio era peso dentro del auto, solo interrumpido por el ronroneo del motor y el crujir de las llantas sobre el terreno terroso. Victoria, atada por el miedo y la incertidumbre, no se atrevía a hablar. Solo lo miraba de reojo, intentando descifrar en su rostro alguna pista sobre su destino. Finalmente, el auto se detuvo frente a una cabaña oculta entre los árboles.Santamaría bajó primero, dio la vuelta al vehículo y abrió la puerta del lado del copiloto. Victoria, con el corazón latiendo con fuerza, salió sin decir una palabra. El hombre la tomó de la mano, firme pero sin violencia, y la condujo al interior de la cabaña. La puerta crujiente se cerró tras ellos con un sonido seco que retumbó como un presagio.—Siéntate —ordenó Santamaría, señalando el sofá.Victoria obedeció. Estaba temblando, y su rostro reflejaba el terror contenido. El hombre caminó de un lado a otro, pr
Mientras conducía a gran velocidad por la misma carretera que lo había traído hasta allá, una sola frase martillaba en la mente de Santamaría, repitiéndose como un eco feroz, como una oración desesperada:—¡Que no sea demasiado tarde! —gruñó con los dientes apretados, mientras apretaba el volante.Victoria, sentada a su lado, iba rígida, sus dedos crujientes sobre sus rodillas, la mirada fija en el parabrisas, pero sin ver nada. Estaba completamente inmersa en sus pensamientos, en su angustia, en esa sensación asfixiante que la invasión al imaginario a su hijo debatiéndose entre la vida y la muerte.El viaje fue largo, insoportable, con el silencio como único acompañante, interrumpido solo por el rugido del motor.Cuando por fin llegaron al hospital, Victoria no esperó a que el vehículo se detuviera por completo. Apenas Santamaría frenó, ella se lanzó fuera del auto, con el corazón desbocado, y corrió por la entrada principal del hospital.—¡Leonardo! —susurraba, jadeando, mientras su
La sala de espera del hospital estaba sumida en un silencio tenso, apenas interrumpido por los pasos nerviosos de Isabella, que caminaba de un lado a otro sin poder quedarse quieta. Sus manos se entrelazaban, se soltaban, volvían a buscarse. Sus ojos, cargados de angustia, no dejaban de mirar hacia la puerta de quirófano, como si con solo desearlo pudiera ver a través de ella.Victoria, sentada en un rincón, rezaba en silencio, con las manos unidas y los labios murmurando plegarias que solo ella podía escuchar. Mario estaba a su lado, tomándole la mano, sin decir nada. La acompañaba en su oración, en su fe, en su miedo.Santamaría, apoyada contra una pared, tenía la mirada clavada en el suelo. Su rostro, duro y marcado por los años y las decisiones equivocadas, ahora lucía vulnerable. Nadie podía negar que estaba destrozado. Rosa y Samuel, sentados juntos, veían a su hija con profunda preocupación, sin saber cómo calmarla.—Hija —dijo Rosa con suavidad, levantándose y acercándose a Is
"Alianza Prohibida" Leonardo MontielTrabaja en la empresa familiar Montiel Corporation, una de las más influyentes en el sector de la construcción y bienes raíces.Es inteligente, reservado y analítico. Siempre busca soluciones prácticas, aunque su carácter puede ser frío y distante debido a la presión que ha cargado desde joven para ser el heredero de la empresa. Él está acostumbrado a la competencia feroz y tiene un sentido del deber muy marcado hacia su familia.Aunque respeta profundamente a Don Mario, la relación con él es tensa. Su padre ha sido duro y exigente, y Leonardo siempre ha sentido que tiene que demostrarle su valía.La oficina está silenciosa, solo se escucha el ligero zumbido de la computadora de Leonardo, quien revisa con detenimiento algunos documentos financieros. La puerta se abre con firmeza, y Don Mario entra con paso decidido.----Leonardo, ¿has revisado los informes de la reunión con los inversores?----Sí, los revisé esta mañana. Estamos en una posición
En la oficina de don Mario Montiel, los asesores financieros están terminando de exponer los graves problemas que enfrenta su empresa. Don Mario escucha en silencio, su mirada fija en los papeles que muestran la inminente quiebra. Sabe que tiene pocas opciones, y aunque detesta la idea, decide llamar a su rival, don Samuel Colmenares, para una reunión.Don Mario (marcando el número en su teléfono):—Colmenares... necesito hablar contigo. Es urgente, sobre nuestras empresas. Nos vemos en mi oficina mañana.En la oficina de Don Mario, al día siguienteDon Samuel entra en la sala de juntas, con una mirada de desconfianza. Ambos hombres tienen años de rivalidad, y cada uno ha luchado por dominar el mercado. Pero esta vez, Don Mario sabe que deben poner sus diferencias a un lado.Don Samuel (mientras toma asiento):—Nunca pensé que vería el día en que me llamaras para hablar de negocios. ¿Qué tan grave es la situación, Montiel?Don Mario (serio):—Grave. Ambas empresas están al borde de la
Don Samuel llega a su casa después de la tensa reunión con Don Mario. Su mente está llena de pensamientos, sabiendo que la conversación con su esposa y su hija será difícil. Aunque Isabella aún no conoce a Leonardo, el matrimonio arreglado parece ser la única solución para salvar la empresa. Don Samuel entra al salón y encuentra a su esposa, Doña Rosa, y a su hija, Isabella, sentadas en el sofá. Ambas levantan la vista cuando lo ven entrar con una expresión preocupada. Doña Rosa(preocupada): —Samuel, ¿qué sucede? Te ves alterado. Don Samuel (tomando asiento, suspirando): —La situación es más grave de lo que pensábamos, Carmen. Si no hacemos algo pronto, perderemos todo lo que hemos construido. La empresa está al borde de la quiebra. Isabella (frunciendo el ceño): —¿Qué quieres decir, papá? ¿Qué está pasando con la empresa? Don Samuel (mirando a su hija con gravedad): —Hoy me reuní con Don Mario Montiel... nuestro principal rival. La situación de su empresa es igual de mala.