El dolor en el pecho no se acercaba ni de lejos al que sentía ahora. Era como si todo mi cuerpo estuviera siendo aplastado desde dentro, no por la cirugía, sino por ese maldito sentimiento de impotencia. Larissa había desaparecido y nadie la había visto.
Y yo aquí, atrapado en una cama, como un inútil.
Intenté incorporarme de nuevo, empujando el colchón con los brazos, pero la puerta se abrió con un golpe leve y entró una enfermera.
—¡Señor Alessandro, por favor, necesita calmarse! —corrió hacia mí, con la expresión mitad asustada, mitad irritada.
—Tengo que salir de aquí —dije con voz baja, ronca, pero firme. Ni yo mismo sabía cómo todavía podía hablar.
Antes de que insistiera más, Rafael volvió con Diogo justo detrás. Mi mirada fue directa hacia los dos.
—¿Y bien? —pregunté, incorporándome un poco, todo mi cuerpo tenso.
—Nada —dijo Diogo, frustrado, sacudiendo la cabeza—. Fui al aparcamiento, recorrí toda la zona exterior, la llamé, intenté llamar por teléfono, pero no contesta. Nadi