Sentí el estómago revuelto y miré a Julio, que me observaba con una rabia contenida. Antes de que pudiera decir algo, dio un paso adelante y cogió el móvil de la mesa.
—Ah, que le den por culo, doña Judite —dijo con una ironía amarga, y colgó. Luego bloqueó el número con la rapidez de quien ya lo ha hecho más de una vez.
Me quedé quieta, en shock. Lo miré sin saber si debía insultarlo o darle las gracias.
—Ju…
—No, ni empieces —levantó la mano, cortando cualquier intento de réplica—. Esa gente solo quiere chuparte lo poco que tienes. Te echaron de casa, te dejaron sola, hacen como si no existieras… y ahora aparecen solo para sacar lo que puedan. Que se jodan.
Respiré hondo, sintiendo cómo el nudo en el pecho se deshacía en cansancio.
—Tienes razón.
—Claro que la tengo —dijo, dejándose caer en el sofá, todavía bufando—. No te llaman para saber si sigues viva, si necesitas algo, si sigues poniéndote la insulina cada día. Solo aparecen cuando se vence una factura o se les acaba la gasoli