Capítulo 3: Madre

—¿Quién? —logré articular, aunque la respuesta ya anudaba mi garganta.

—El hijo del herrero —susurró Luka, y vi temblar su mandíbula—. Lo encontraron flotando en el río Chernaya, cerca del límite este. Su garganta… —apretó el cuchillo hasta que sus nudillos palidecieron—, no quedaba suficiente carne para cerrarla.

Cerré los ojos, pero las imágenes llegaron igual: Dimitri en el claro del bosque, su costado desgarrado bajo mis vendas, la forma en que gruñó al incorporarse, como si el dolor fuera un viejo conocido. ¿Había sido él? ¿Había arrastrado su cuerpo herido hasta el río para dejar ese mensaje sangriento?

—No podemos seguir así —susurré, más para el fantasma de sus manos en mi muñeca que para Luka—. Esto solo traerá más muertes.

—¡No tenemos opción! —golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar un frasco de tintura de árnica—. Mañana al amanecer, atacaremos su fortaleza. Y tú… —su voz quebró, revelando al niño que escondía bajo las cicatrices—, deja de vagar por el bosque. Si te vuelves a escapar no podre cubrirte, recuerda tu lugar, heredera…

No terminó la frase. No hizo falta. El sonido de cadenas de plata resonó en mi memoria, junto al crujir de huesos transformándose en la noche.

Salio de mi cabaña dejandome sola con mi mente, "Heredera" lo decia en un tono que lastimaba mis oidos, solo soy heredera de esta guerra. Para mi suerte mi padre no parece haberse enterado.

Esa noche, el sueño fue una trampa de garras y lunas rotas. Corrí entre árboles cuyas raíces eran dedos descarnados, perseguida por aullidos que se multiplicaban en ecos de hambre. Luego, él estaba allí: Dimitri, pero no el hombre de miradas incendiarias, sino una criatura de sombras y dientes demasiado largos. Sus manos —¿eran manos?— me sujetaban la cintura, clavando mitades de luna bajo mi piel mientras sus palabras resonaban en mi cráneo, no en mis oídos: "Eres mía, pequeña curandera, aunque tenga que morder cada estrella del cielo para probarlo".

Desperté con un jadeo, las sábanas empapadas de un sudor frío que olía a pino y a hierro. Los tambores de guerra ya retumbaban en la aldea, un latido primitivo que hacía vibrar el suelo bajo mis pies descalzos.

El campo de batalla era un vientre de bestia, palpitante y húmedo. Me vestí con la armadura ligera de los sanadores —cuero endurecido con runas de protección, tan inútil contra colmillos como un susurro contra un huracán— y seguí a la formación Volkov. No era guerrera, pero mi don me ataba a la primera línea, donde la tierra bebía sangre antes que agua y de mi puesto de heredera no podia huir mucho.

El aire olía a cobre y a rabia. Lobos del tamaño de caballos chocaban en una danza macabra, sus pelajes —grises, negros, blancos como el hueso— manchándose de rojo con cada embestida. Garras contra colmillos, rugidos que desgarraban nubes. Avancé entre los cuerpos caídos, mis manos temblorosas aplicando vendas impregnadas de aquilea y consuelda, mientras mis labios murmuraban plegarias que ni los dioses escuchaban ya.

Hasta que lo oí.

Un aullido de agonía, diferente a los demás, vibró en mis costillas como una cuerda de arpa rota. Al otro lado del campo, entre la bruma de aliento caliente y nieve derretida, Dimitri luchaba contra tres lobos Volkov. Su pelaje negro —tan negro que absorbía la luz— brillaba bajo el sol pálido como obsidiana pulida. Sus ojos dorados centelleaban con una furia que heló mi sangre… porque en ellos, tras el velo de la ira, reconocí el mismo destello que había visto en el bosque: un grito ahogado, una plegaria no dicha.

Sangraba por múltiples heridas. Una lanzada en el muslo izquierdo, un tajo profundo en el flanco que revelaba el brillo húmedo de costillas. Y sin embargo, seguía luchando, cada movimiento una sinfonía de violencia precisa que hablaba de siglos de supervivencia.

Mis pies se movieron antes que mi razón. El frasco de poción de cicatrización en mi cinturón golpeó mi cadera con cada paso, recordándome mi juramento como sanadora… y mi traición como Volkov.

—¡Retroceded! —El grito brotó de mis entrañas, una orden tejida con los hilos de algo antiguo y desconocido que ardía en mi pecho. Corrí hacia la mancha negra de su pelaje, mis botas hundiéndose en la nieve teñida de escarlata. El viento llevaba el sabor metálico de su sangre, y cada aspiración quemaba mis pulmones como si respirara fuego líquido.

Ivan, mi primo, cuyo pelaje grisáceo aún guardaba las marcas del juego de lazarillos que compartimos de niños, giró hacia mí con un gruñido que hizo retroceder a los otros lobos. Sus ojos amarillos —tan familiares en las noches de cuentos junto al fuego— ahora brillaban con una ferocidad que no reconocía.

—¿Proteges al enemigo, Selene? —Su rugido retumbó en mi esternón, pero entre las sílabas destrozadas por su forma bestial, escuché el temblor de la traición. El mismo que resonaba en mi voz cuando le enseñaba a distinguir la cicuta del perejil silvestre.

Me planté entre las fauces de mi familia y el jadeo entrecortado de Dimitri, extendiendo los brazos como un puente imposible. La armadura de cuero crujió bajo la tensión de mis músculos, y en algún lugar entre mi omóplato izquierdo, una vieja cicatriz comenzó a palpitar —la marca de nacimiento con forma de luna menguante que mi madre siempre besaba al acostarme—.

—¡Basta! —grité, y esta vez la tierra tembló. Las gotas de sangre suspendidas en el aire vibraron como abejas enfurecidas—. Esto no es honor, es el banquete de los cuervos. ¿Cuántos huesos más necesitarán nuestros muertos para saciarlos?

Detrás de mí, Dimitri se desplomó en la nieve con un sonido gutural. Cuando volví la cabeza, ya no había lobo, sino un hombre desgarrado por la guerra, sus dedos humanos —tan vulnerables, tan frágiles— hundiéndose en mi hombro mientras tosía rubíes líquidos.

—Tonta… —masculló, y su aliento caliente manchado de hierro rozó mi cuello—. Esto no es guerra. —Una risa amarga le sacudió el pecho, mezclándose con un quejido de dolor—. Es el parto de un nuevo odio, y tú… —Sus ojos dorados se nublaron un instante—, eres la comadrona.

Ivan avanzó entonces, sus garras levantando cortinas de nieve sucia. Sin pensar, alcé las palmas hacia el cielo plomizo, y ocurrió: un estallido de luz plateada brotó de mi piel, tejiéndose en runas vivas que no reconocía pero que mi sangre cantaba en un idioma olvidado. Los lobos Volkov retrocedieron aullando, sus pelajes humeando donde la luz los había rozado. Hasta Dimitri se encogió, sus dedos quemando mi hombro a través de la armadura.

—¿Qué eres? —Susurró él, y en su voz no había miedo, sino una hambre antigua que hizo que mi vientre se contrajera.

Abrí la boca para responder, pero el silbido llegó primero. La flecha de punta de plata —forjada por mis propias manos en la fragua de la aldea— atravesó el aire como un lamento. El impacto sacudió a Dimitri contra mí, su grito ahogado convirtiéndose en mi nombre en mis oídos: "Selene", un susurro que llevaba siglos viajando para romperse en mis brazos.

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