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Capítulo 2: El Vínculo de la Luna

Algo cambió en sus ojos, esos ojos de ámbar que solían brillar con la ferocidad de una bestia acorralada. Entre las sombras del bosque, una chispa de curiosidad danzó en su mirada, seguida de un destello fugaz que podría haber sido respeto… o algo más peligroso. Mis manos, aún temblorosas por el esfuerzo de contener la hemorragia en su costado, terminaron de ajustar el vendaje de lino. Al retirarme, la yema de mis dedos rozó sin querer la piel de su abdomen, marcada por cicatrices antiguas. Un calor repentino, denso como miel, brotó del punto de contacto. El aire vibró con un chasquido eléctrico, y por un instante, las motas de nieve suspendidas entre nosotros brillaron como diamantes rotos antes de desplomarse. Ambos contuvimos el aliento, y en el silencio, escuché dos corazones: el mío, desbocado como un corcel en fuga, y el suyo, un redoble de guerra sordo y constante.

—¿Qué… qué fue eso? —murmuré, retirando la mano como si me hubiera mordido. La nieve se adhería a mis rodillas, fundiéndose en hilos fríos bajo el peso de mi vestido de lana azul, ya ajado por las noches huyendo entre los abetos.

Dimitri se incorporó con la agilidad de un predador, su silueta recortándose contra el crepúsculo sangrante. Las mangas desgarradas de su camisa revelaron músculos tensos, y por un momento, juré ver tatuajes antiguos serpentear bajo su piel antes de esfumarse.

—Nada —gruñó, aunque su voz tuvo la aspereza de quien miente—. Vete. Ahora. —Señaló hacia el este, donde las primeras estrellas punzaban el cielo—. Si los tuyos te descubren ayudando a un Volkov, ni siquiera tus dones de curandera evitarán que te claven una estaca en el corazón.

Me levanté, sacudiendo la nieve con manos que no dejaban de temblar. El frío había impregnado hasta los bordes dorados de mi chal, pero nada comparado con el hielo en sus palabras.

—No soy una traidora —respondí, clavando los ojos en los suyos—. Solo alguien que se niega a seguir el juego de cadáveres que nuestros clanes llaman "paz".

Él se acercó entonces, tan rápido que el viento helado me azotó el rostro. Su mano, callosa y caliente, se cerró alrededor de mi muñeca mientras su aliento me acariciaba la oreja con una promesa mortecina:

—La sangre exige sangre, pequeña curandera. Es la ley que escribieron tus ancestros cuando envenenaron nuestros pozos. —Su mirada descendió hasta mi cuello, donde el pulso bailaba un fandango desesperado—. Y cuando llegue el día del ajuste final… —Una lengua de fuego cruzó sus pupilas—, esta garganta que defiende la paz, gemirá bajo mis colmillos.

Un aullido ululante rasgó la noche, multiplicándose en ecos que hicieron vibrar los cristales de escarcha en las ramas. Los Volkov estaban cerca, y con ellos, el sonido metálico de cadenas de plata. Dimitri retrocedió, y en el espacio entre dos latidos, su humanidad se deshizo en remolinos de pelo grisáceo y huesos que crujieron en una danza ancestral. Donde antes hubo un hombre, ahora alzaba las fauces un lobo de pelaje nevado, con ojos que guardaban la memoria de lo que acabábamos de compartir.

—¡Huye! —su rugido fue mitad voz, mitad trueno—. La próxima luna llena, ni tus hierbas ni tus ruegos te salvarán de lo que llevo dentro.

Antes de que pudiera replicar, se fundió entre los árboles como un espectro invernal. En el lugar donde estuvo, quedaron marcas de garras quemando la nieve… y en mi pecho, un fuego ajeno que juré sería el último secreto que guardaría de mi clan.

Corrí hacia la cabaña con las mejillas ardientes, cada pisada crujiendo sobre la nieve virgen que cubría el sendero. El viento ululaba entre los abetos, arrastrando consigo el eco de una voz ronca que aún resonaba en mis huesos: "Huye". Pero mis piernas parecían moverse por voluntad propia, arrastrándome hacia la aldea mientras una parte de mí —esa parte insensata que guardaba el calor de sus manos en mi memoria— anhelaba volverse, correr de regreso a la espesura donde los ojos dorados de Dimitri seguían ardiendo como brasas en la oscuridad, aunque no supiera el por que, sus ojos dorados quedaron marcados en mi mente.

El campamento de los Volkov emergió entre los árboles, sus chozas de troncos ennegrecidos por el humo se alzaban como tumbas antiguas. Las antorchas bailaban en sus postes, proyectando sombras retorcidas que se retorcían sobre la nieve. Al cruzar el umbral de mi cabaña, el aroma a hierbas secas —menta salvaje, raíz de dragón, cardamor— me envolvió como un viejo abrazo. Pero aquella noche, el aire denso de la habitación, cargado con el dulzor agrio de las raíces fermentadas en los frascos de barro, no logró calmar el temblor de mis manos, mientras por mi mente pasaba el recuerdo de los Volkov fallecidos.

Mi hermano Luka estaba sentado en el suelo de tierra apisonada, junto al hogar apagado. La luz de la luna que se filtraba por la ventana sin vidrios iluminaba sus dedos ágiles, que jugueteaban con un cuchillo de hueso tallado con runas de caza. La hoja danzaba entre sus manos como una serpiente pálida, reflejando destellos de plata en sus ojos grises, tan diferentes a los de Dimitri, y sin embargo igual de penetrantes.

—¿Dónde estabas? —preguntó sin levantar la vista. Su voz, aún adolescente, cargaba una dureza prestada—. El Consejo de Ancianos se reunió al caer el sol. Hablaron de la guerra… y de ti.

Dejé caer mi capa de piel de lince sobre el banco tallado, sintiendo el peso de su acusación antes de que la pronunciara. Las grietas en la madera del mueble parecieron profundizarse bajo mis dedos.

—¿Qué dijeron? —inquirí, aunque ya sabía la respuesta. El aire olía a tormenta y a rabia contenida.

Luka se levantó con la fluidez de un lobezno, su silueta delgada proyectando una sombra larga que devoró la pared de hierbas colgantes. A sus dieciséis años, llevaba cicatrices que ningún muchacho debería tener: una mordida de lobo en el tobillo, una quemadura de plata en la palma derecha.

—El pacto se rompió —murmuró, acercándose hasta que el filo de su cuchillo relució bajo mi barbilla—. Los Krevny no enviaron un rehén al intercambio… Enviaron un cadáver.

El fuego crepitó en el silencio. Fuera, un lobo aulló en la lejanía, y por un instante, juré reconocer el tono áspero de Dimitri en ese lamento.

 

 

 

 

 

 

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