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Capítulo 4: Las Cenizas del Alba

—¡No! —Mi voz se desgarró mientras lo sosteníamos, los dos arrodillados en un círculo de nieve derretida por la luz plateada que aún bailaba alrededor. Su sangre caliente se filtraba entre mis dedos, y cada latido suyo era un martillazo en mis costillas.

Desde la colina, la figura del Alfa Volkov descendía como una tormenta hecha hombre. Mi padre. Su arco de tejo aún vibraba con la resonancia del disparo, y en su rostro —tan parecido al mío en la forma de los pómulos, tan ajeno en la dureza glacial— vi reflejada la verdad: aquella flecha no había sido destinada a Dimitri.

—¡Selene! —Su voz retumbó con la fuerza del trueno que precedía a las purgas—. ¡Aléjate de esa abominación o compartirás su destino!

Los lobos formaron un semicírculo a su alrededor, cabezas bajas y colas tensas. Entre ellos, distinguí a Luka en forma humana, su rostro adolescente descompuesto en un sollozo mudo. Llevaba mi capa de piel de lince enrollada en el brazo izquierdo, manchada de algo oscuro que no era barro.

Dimitri se aferró a mi túnica con una mano temblorosa, sus labios pintando carmesí mi mejilla al intentar hablar:

—La luz… —tosió, escupiendo fragmentos de algo que brillaba como perlas negras—. Es la Maldición de los Ancestros… Tú… no deberías…

Su cuerpo se convulsionó entonces, y entre mis brazos, comenzó a cambiar. Pero no hacia lobo, sino hacia algo peor: su piel se agrietó como porcelana bajo presión, revelando destellos de oscuridad pura en las fisuras. Los lobos Volkov aullaron en coro, un sonido cargado de terror ancestral, mientras mi padre nockaba otra flecha.

—¡Padre, espera! —grité, pero la flecha ya volaba. Esta vez, apuntaba a mi corazón.

El mundo se redujo al zumbido de la plata atravesando el aire, al peso de Dimitri convulsionándose en mis brazos, a la luz plateada que ahora latía bajo mi piel como un segundo corazón. Y en el vértice de todo, la voz de mi madre, muerta hace una década, susurrando en mi memoria: "Nunca dejes que vean la marca, pequeña luna. Ni siquiera a tu padre".

Cuando la flecha estuvo a un palmo de mi pecho, el tiempo estornudó.

La luz explotó.

La luz plateada se expandió como una supernova, pulverizando la flecha en un estallido de astillas ardientes. Por un instante, todo fue silencio y ceguera. Cuando la claridad se disipó, las sombras entre los árboles cobraron vida. 

Emergieron de la niebla como fantasmas vestidos de hierro oxidado: los guerreros Krevny. Llevaban armaduras de escamas de lobo teñidas con betún, sus yelmos adornados con colmillos cruzados —el símbolo del clan que envenenó nuestros pozos—. En vanguardia cabalgaba una mujer alta, su cabello rojo como vísceras frescas trenzado con cadenillas de plata. Montaba un lobo albino de ojos sangrantes, y en su mano relucía una daga curva grabada con la misma runa que Selene tenía bajo su ropa, en la base del cuello. 

—¡Recuperad al heredero! —rugió la guerrera, señalando a Dimitri, cuyo cuerpo ahora era un campo de batalla entre carne y sombra—. ¡Y a la portadora de la Maldición! 

Una docena de lanceros Krevny se abalanzaron. Sus armas no eran de plata, sino de hueso negro pulido, y silbaban al cortar el aire con una canción de muerte antigua. Los Volkov retrocedieron, desconcertados. Hasta mi padre vaciló, su arco temblando ante la visión de aquella mujer pelirroja que ahora desmontaba con la gracia de una serpiente descarnándose. 

—Selene —la guerrera me miró con ojos de ámbar líquido, y en ellos vi el mismo fulgor que en los de Dimitri—, agradecemos tu servicio al futuro Alfa. Pero si quieres seguir respirando, ven. Ahora. 

—¡No les creas! —gritó Luka desde la retaguardia, su voz quebrada por los sollozos—. ¡Te matarán! 

Pero ya era tarde. Dos guerreros Krevny me levantaron como un fardo, sus manos enguantadas en piel de comadreja apretando mis brazos con fuerza letal. Otros tres cargaron el cuerpo convulso de Dimitri sobre un escudo invertido, donde su sangre negra corroía el metal. 

—Padre... —intenté gritar, pero la mujer pelirroja me tapó la boca con un guante que olía a enebro y menta mortuoria. 

—Tu progenitor ya eligió —susurró mientras su lobo albino gruñía a los Volkov, que avanzaban con dudas—. Esa flecha no iba para el Krevny. —Su dedo acarició la marca de luna en mi hombro, ahora visible bajo la tela rasgada—. Te cazará como a una cierva si te quedas. 

El Alfa Volkov rugió una orden, y una lluvia de flechas plateadas surcó el cielo. Pero los Krevny ya se retiraban, desvaneciéndose entre los abetos como humo de pira funeraria. La mujer del cabello rojo lanzó un silbido estridente, y de la tierra emergieron criaturas —no lobos, sino cosas con demasiadas articulaciones y ojos— que se abalanzaron sobre nuestros perseguidores. 

Dimitri, en su delirio, me buscó entre las sombras. Sus dedos deformados —mitad garras, mitad tentáculos de noche— se enredaron en los míos. 

—No... te... dejaré... —toseó, escupiendo fragmentos de estrellas muertas. 

La última imagen que vi fue a Luka forcejeando contra dos guerreros Volkov que lo sujetaban, sus dedos ensangrentados extendiéndose hacia mí en un adiós que nunca debió existir. 

Los Krevny nos arrastraron a las entrañas del bosque prohibido, donde los árboles susurraban maldiciones en lenguas olvidadas. La mujer pelirroja cabalgaba a mi lado, deslizando un frasco de líquido negro entre mis labios. 

—Bebe, Maldita —ordenó—. O el cambio de Dimitri te consumirá antes del amanecer. 

Y aunque cada instinto gritaba que era veneno, bebí. Porque en el líquido había un sabor a menta salvaje y a manos callosas vendando heridas bajo la luna. 

El mundo se desvaneció en espirales de plata. 

Cuando desperté, estaban los colmillos de piedra de la fortaleza Krevny mordiendo el cielo nocturno, y el eco de una sentencia en el aire: 

—Salvaste al heredero dos veces. Ahora, pequeña luna, ayudarás a parir la tormenta que acabará con tu clan.

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