Algo cambió en sus ojos, esos ojos de ámbar que solían brillar con la ferocidad de una bestia acorralada. Entre las sombras del bosque, una chispa de curiosidad danzó en su mirada, seguida de un destello fugaz que podría haber sido respeto… o algo más peligroso. Mis manos, aún temblorosas por el esfuerzo de contener la hemorragia en su costado, terminaron de ajustar el vendaje de lino. Al retirarme, la yema de mis dedos rozó sin querer la piel de su abdomen, marcada por cicatrices antiguas. Un calor repentino, denso como miel, brotó del punto de contacto. El aire vibró con un chasquido eléctrico, y por un instante, las motas de nieve suspendidas entre nosotros brillaron como diamantes rotos antes de desplomarse. Ambos contuvimos el aliento, y en el silencio, escuché dos corazones: el mío, desbocado como un corcel en fuga, y el suyo, un redoble de guerra sordo y constante.—¿Qué… qué fue eso? —murmuré, retirando la mano como si me hubiera mordido. La nieve se adhería a mis rodillas, fun
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