Pero no me voy a rendir tan fácilmente.
Miro a Artem, que parece disfrutar de cada segundo de este juego de poder, y aprieto los dientes.
—Lo que no entiendes, Artem —digo con calma, aunque el nerviosismo me recorre por dentro—, es que aunque tengas a todos tus perros armados, tú no controlas nada