Narra Tomás Villa.

El polvo de la carretera aún me quema en la garganta cuando diviso las luces blancas que marcan el perímetro del aeropuerto privado, como un espejismo trazado en la penumbra, una promesa de escape y condena a la vez, porque en ese resplandor frío sé que está nuestro destino, el punto final que se abre también como un comienzo sin retorno. La alambrada se aproxima con rapidez, el motor gruñe como una fiera encadenada, y siento el temblor de Dulce pegada a mi costado, sus dedos hundidos en la tela de mi pantalón, aferrándose como si quisiera incrustarse en mi piel, y yo sonrío porque ese miedo que la atraviesa ya no es puro terror, es un deseo desbordado que la desarma, una sumisión que se enciende más allá de toda lógica.

Los vehículos detrás no se rinden, sus faros atraviesan la polvareda como lanzas luminosas que me acechan, y de pronto los disparos cortan la noche, ráfagas que estallan en el aire y en el metal, proyectiles que golpean la carrocería como granizo de