333. Carne de espectáculo
Narra Tomás Villa.
La clave está en la luz.
No la iluminación vulgar de un set de televisión, ni el sol inmisericorde de la tarde. Hablo de la luz escénica, esa que corta la oscuridad como una navaja educada. La que decide qué merece ser visto y qué no. La que transforma lo banal en drama, lo grotesco en belleza. La que —como yo— escoge con precisión qué mostrar y qué callar.
Todo debe estar listo. La alfombra carmesí, limpia. Las butacas vacías, polvorientas, como viejas amantes esperando ser recordadas. El escenario, pulido, con su telón de terciopelo bordó todavía sellado, como una herida que no quiere cerrar. Y la transmisión… ah, eso es otra sinfonía. Los equipos están calibrados. Las cámaras ocultas en las molduras barrocas, en los ojos falsos de los bustos griegos. Nadie sospechará.
Nadie… salvo él.
Ruiz.
El hombre que nunca debería haber existido en carne viva. Tan perfecto como un mito y tan imperfecto como solo los hombres peligrosos pueden serlo.
Lo vi por primera vez hace