Años después...
Salomé sabía que eso estaba mal. No tenía que haber estado allí. Ni pensar en hacer algo así. Ni siquiera dejarse tentar por un juego tan tonto como tener una aventura antes de hacer oficial su compromiso. Pero su prometido fue quien lo propuso. Lo hizo con esa sonrisa arrogante que usaba para salirse con la suya. Al principio se negó, por supuesto. Pero cuando, esa tarde, lo encontró con su asesora de imagen en una situación que hablaba por sí sola, entendió que aquello no era una broma. Era solo una excusa para llevarla a la cama y limpiar su conciencia sucia con la palabra "permiso". Así que aceptó. Y Vito encontró el lugar perfecto para desquitarse ese enfado por sentirse como una muñeca a la que todos manipulaban. Ese sitio era justamente para tomar decisiones aceleradas y sólo pensar en sí mismos, aunque en otras circunstancias, eso fuera pecado. El lugar era discreto, elegante. No se parecía a lo que ella imaginaba. No había luces rojas ni risas vulgares, sino una atmósfera tan íntima que dolía. Todo era elegante, desde los pasillos alfombrados hasta las máscaras negras que todos usaban. Aquí, nadie tenía nombre. Nadie debía tenerlo. Lo único que era un requisito era tener los estudios correspondientes para avalar su…buena salud. Le ofrecieron una copa luego de entregarle la habitación del nivel que se ajustaba a lo que ella buscaba. No bebió, solo cambió su ropa por la… requerida y se cubrió con lo que le ofreció la chica que la ayudó a no sentirse tan fuera de lugar. Se quitó el abrigo. Respiró hondo y se postró en el mueble curvo. De los que solo había visto en revistas. Se ajustó la máscara de conejo que le cubría la parte superior del rostro y respiró profundo, pensando en que era mejor marcharse. Eso era…¿Estaba loca? ¿Qué hacía allí? Si los medios se enteraba…Si sus padres se enteraban estaría muerta para ellos antes de verse envueltos en un escándalo de ese tipo. Se puso de pie de inmediato, aunque los tacones la hicieron tambalear fugazmente ante la prisa. Pero una mano la sujetó y la alzó para evitar la caída. El perfume masculino le golpeó la nariz, mientras ella veía esa mandíbula definida mostrar la única parte descubierta de su rostro. El torso estaba cubierto por traje formal, un abrigo largo de un color oscuro. La máscara hacía juego con su vestimenta, pero los relieves le hacían seguir las líneas. ¿Un fantasma? No. Pasó saliva. Sus dedos se entumecieron ante la altura de ese tipo, la cual sólo con tacones podía casi igualar. —¿Estás bien? —La voz era profunda, serena. No tenía acento, pero sí un tono que le hablaba directo al cuerpo. Sentía que la había escuchado antes, pero una voz tan profunda no la pudo haber olvidado. Así que dedujo que no, era solo la impresión que causaba. Asintió, incapaz de sostenerle la mirada. Aun con la máscara, sentía que él podía ver a través de ella. O peor, que podía ver dentro. —Estoy bien —murmuró, más por formalidad que por certeza. Logró estabilizarse para dejar de estar en los brazos de ese sujeto, con tan poca ropa cubriéndola. —Entonces no huyas aún. Es tu primera vez aquí, ¿cierto? Ella volvió a asentir. Y él sonrió. No fue una sonrisa amplia, ni maliciosa. Fue apenas un gesto con los labios, porque también era su primera visita a ese lugar. —¿Quieres que me quede? —preguntó él. Salomé no supo qué responder. El corazón le palpitaba tan fuerte que pensó que el corsé se le rompería en el pecho. No era miedo. No era deseo. Era un vértigo desconocido, como si se le doblaran las reglas morales y la lógica a la vez. Y sin saber por qué, o quizás sabiendo demasiado bien por qué, asintió una vez más. —¿Tienes alguna regla? —preguntó él mientras se quitaba el abrigo con lentitud y aflojaba la corbata sin apartar la mirada de ella. —No me mires como si fuera un plato de comida —murmuró, sintiendo sus ojos clavados en su cuerpo. Él no hizo ni una mueca. Ni una sonrisa, ni un gesto de aprobación. Solo ese silencio. Ella se sintió estúpida. Tal vez ya lo había enfadado. Tal vez era mejor quitarse esa máscara y salir de allí con un mínimo de dignidad. —Jamás tengo los pensamientos de ahora cuando veo mis platos de comida —dijo él entonces, con una voz que le borró el pánico. —¿Y qué piensas ahora? No obtuvo una respuesta. Él bajó el interruptor de la luz al mínimo, y cuando la habitación se cubrió de sombras, su voz ronca le rozó el oído. —Es mejor que lo sientas. Una mano recorrió el corsé con habilidad y calma, mientras la otra desabrochaba su camisa. Salomé sintió que todo lo que había sido hasta entonces empezaba a disolverse. Su entrepierna comenzó a palpitar de repente, necesitaba atención y sabía que era una estupidez, pero era la atracción hacia un desconocido lo que la tenía así. —Esto estorba. Ella se quedó sin aire cuando las manos abrieron el corsé con un tirón preciso. Los ganchos saltaron. El aire frío le endureció los pezones. Pero fue su mirada lo que la quemó. Él la empujó hacia el mueble con el cuerpo, sin violencia, pero con una determinación que no dejaba espacio para dudas, ni forma de escapar. —Levanta las piernas— demandó. Ella lo hizo. Lo obedeció. Y él metió la mano entre sus muslos para deslizar con una mano la tela diminuta que amarró en uno de sus tobillos. Tener su entrepierna así de descubierta le subió el calor a las mejillas, tenía que ponerle un alto, o pensar en lo que sus valores morales le decían sobre eso, pero la mirada hambrienta de ese sujeto la hizo descartar esa opción. —Me gusta que seas obediente —murmuró contra su boca, antes de besarla con una furia que le robó el aire. Se separó de nuevo con la misma manera abrupta. No fue un beso. Fue una invasión ruda, y una lejanía dolorosa. Volvió. Le mordió el labio, le lamió el cuello, le bajó las manos a su abdomen para atarlas con sus bragas, antes de ver hacia el centro de sus piernas. Entonces se agachó. Y la lengua fue tan precisa como sus dedos. La sostuvo por las caderas, la sujetó fuerte, y la devoró sin pausas, sin clemencia, sin misericordia. Ella se arqueó, se retorció, y buscó la forma de soltar sus manos para usarlas en el cabello de ese tipo y pedirle que se detuviera o... Un grito salió expulsado de su garganta cuando el orgasmo avasalló su cuerpo, el sudor la cubrió y su voz no la encontró mientras se movía buscando más contacto del sujeto que recogió todo con la lengua, como si hubiese encontrado su dr0ga favorita. No debería estar ahí, pero lo estaba disfrutando más de lo que imaginó. Su futuro esposo de seguro estaba con… No importaba. No quería pensar en eso cuando él se incorporó, se desabrochó el cinturón y… Un teléfono se escuchó en su pantalón y él, al sacarlo para apagarlo, frunció el ceño. —¿Qué ocurrió?— contestó sin dejar de verla, ella apenas podía respirar. Se dio la vuelta, visiblemente contrariado. —Bien. Llegaré en diez minutos. Colgó y se acercó a ella de nuevo. —Te debo una noche completa —dijo con voz grave, deteniéndose a centímetros de su boca—. Pero tendremos que dejar esto a la mitad. Salomé abrió la boca para decir algo, pero lo único que logró fue soltar un suspiro entrecortado cuando él la tomó del cuello, con firmeza. Con decisión. Con hambre. —¿Puedo? Ella asintió. No tenía palabras cuando tiró de su brazo para llevarla con él. Él la giró hacia el espejo del tocador del cuarto. Salomé se miró, se vio, como si fuera otra. El corsé entreabierto, el cabello algo revuelto, la mirada perdida. No se reconocía. Y, sin embargo, no se detestaba. —Mírate —ordenó él con voz baja mientras la despojaba del corsé por completo—. Así es como quiero recordarte. Ella tragó saliva con el siguiente beso, aún cuando sus máscaras se rozaban entre sí. Se alejó como si no quisiera hacerlo y sin decir otra palabra recogió sus cosas y se marchó. Ella solo sentía que quería volver a verlo, saber de él, volver a… Sacudió su cabeza y se cubrió con el abrigo, caminó rápido para tomar la llave de la puerta, pero una pequeña tela resaltó en la luz tenue. Era un pañuelo y sabía a quién pertenecía. Se le había caído por la prisa. Ella pegó su nariz en él y el aroma que desprendía se lo confirmó. Era del desconocido. Blanco. De hilo fino. Y en una esquina bordadas con hilo gris estaban las iniciales J. C. No sabía quién era ese hombre. Tal vez alguien que llegó de paseo a la ciudad. Tal vez era de visitas habituales a ese sitio. Pero lo guardó. No como una prueba de la acordada infidelidad, sino como una forma de recordarse que, por una vez en su vida, había hecho algo por sí misma. Algo sin pedir permiso. Y lo había disfrutado, aunque no hubiese culminado como seguramente debió haberlo. Ahora prefería quedarse con ese recuerdo. Porque esa noche sin nombre era suya.