Era de noche, pero no cualquier noche.
Salomé llevaba horas ensayando frente al espejo lo que iba a decir, apoyada por Vito, su amigo. Faltaba solo una semana para el día de su partida, y antes de que ese momento llegara, tenía que hacerlo. Ahora con unos tragos encima era el momento. Su padre hablaba de un gran futuro para ella. Y aunque también lo deseaba, no soportaba la idea de haber aceptado ser la prometida de alguien sin siquiera intentar cambiar ese destino. Se había dicho a sí misma que no se iría de allí sin decirle. Pero sus pies temblaban como si la gelatina que se comió en la mañana las hubieran reemplazado. Vito le acarició los hombros y la animó a seguir, recordando que estaría esperando por ella. Y ella continuó. Johan Crown salía del auditorio con paso lento, pero tan firme que nadie se atrevía a rozarlo. Era un sujeto sumamente distante con todos, siempre parecía apresurado para llegar a todos lados, aunque sus pasos fueran lentos, como si quisiera decir a todos que le importaba el espacio, no ellos. Esa noche había dado una conferencia sobre política internacional que dejó incluso a los profesores en silencio, sorprendidos por su elocuente dominio del tema. Vestía un abrigo largo, negro, con la bufanda suelta, y caminaba como si no tuviera tiempo para nadie... excepto que ella lo detuvo planteándose frente a él. —Johan —su voz tembló, pero no su determinación. Vito tenía razón, ella había sido la única que él no ignoró cuando solicitó su ayuda. ¿Podía significar que él también la había notado? Ese par de ojos metálicos eran, por mucho, los más impactantes que había visto en ese sitio. No por el color, era la forma en la que enfocaba el rostro de todos y elevaba los latidos, cautivando los sensores hasta casi hacerlos colapsar. Él mantuvo su distancia, pasando sus libros de un brazo a otro. No con fastidio, tampoco con simpatía. Solo con esa calma elegante que parecía hacerle intocable. —¿Salomé, sigues aquí? —su rostro de perfil la hizo contener el aire, pues este buscaba a su hermano con la mirada, pero ella trataba de encontrar las palabras exactas—. ¿Algún problema? ¿Resolviste tu dilema con...? —No. No vine por eso. Vine por ti. Él dejó su búsqueda, no por interés, sino porque su educación no le permitía ignorar una frase tan directa. La miró sin bajar la mirada, con ese porte casi altivo que lo mantenía ajeno a todo drama adolescente. —Tengo algo de prisa, ¿podríamos dejar el tema para después?—, su agotamiento lo estaba comenzando a frustrar. —No puedo postergarlo más—, ella se plantó firme y él le brindó atención, resignado. —Necesito decirte algo —exhaló. Su corazón latía tan rápido que pensó que él podría escucharlo—. Sé que no tiene sentido, pero…— sus hombros subieron—, siento cosas por ti. Desde hace tiempo. Te admiro, te observo... no sé cómo pasó, solo pasó. El silencio entre ellos se volvió frío. Johan bajó un poco la mirada cuando sintió que estos habían recibido una carga difícil de sostener. No sonrió. Tampoco se alejó. Pero su gesto fue más cortante que nunca. —No deberías decir eso —contestó sin dureza, pero sí con frialdad. —Pero lo digo igual —la chica tragó saliva. Era valiente para otras cosas, pero no con él—. Porque me gustas. Desde hace meses. Y no lo dije antes porque sabía que no cambiaría nada… pero hoy, no sé. Hoy tuve que hacerlo. Johan suspiró, más por agotamiento emocional que por sorpresa. Apoyó sus libros contra su pecho y desvió la mirada. —Salomé… Eres brillante. No quiero cambiar ese concepto de tí. No solo por lo que dices, sino por lo que sé que harías por un “sí”. —¿Crees que es una de esas veces? —replicó ella, con los ojos brillantes pero la voz serena—. No es así. Y era todo lo que tenía para decir, no buscaba ser correspondida. Al girarse no pudo marcharse, debido a un grupo de estudiantes que cubrió todo el espacio, murmurando. Johan bajó un poco la voz. —No debiste hacerlo. Ella parpadeó girándose de nuevo. —¿Qué? —No debiste confundirte así. Yo no soy ese tipo de hombre, Salomé—, la amabilidad fue reemplazada por una auténtica frialdad. —No el que crees y no el que va a fijarse en alguien como tú. —¿Como yo?—, se indignó, pero él se guardó la respuesta—. ¿Estás enojado solo por una declaración directa? Que infantil. —Estoy siendo claro. Las palabras le dolieron como bofetadas. Su garganta ardía, pero no iba a llorar frente a él. No iba a suplicarle que viera lo que sentía. —No te di ninguna razón para confundirte así—, la miró como si fuera alguien fuera de sus estándares—. Las ilusiones te las creaste solas. Pero esta vez quiero ser directo; no estoy pensando en tener ninguna relación contigo ni con nadie de este...lugar. Ella sintió que un nudo se instaló en su garganta. —Espero no tener esta conversación nunca más y que evites que deba ser incluso más claro, porque eso no será agradable—, manifestó con voz grave. —Perdón por...—murmuró, pero Johan se dio la vuelta con el mismo desinterés que empleaba con todos. Salomé sintió que un agujero la estaba dejando en el fondo, y quiso tragarse el alma con eso. En cambio, Johan siguió caminando, como si esa confesión no hubiera existido jamás. Salomé se quedó ahí, con el estómago encogido, los labios sellados y el pecho lleno de cristales rotos que le cortaban la respiración. Ese día tuvo que aprender a las malas que no debía perder la dignidad ante ningún hombre de nuevo. Que las "ilusiones por amor" no eran tan fuertes como para dejarla en el suelo, porque ese lugar no era donde pertenecía. Se tuvo que mentalizar que debía ser tan fuerte como se esperaba que lo fuera. Porque a las tormentas nadie las puede detener y ella tenía que convertirse en una para no solo sobrevivir, sino destacar en ese mundo que eligió. —Acepto—, dijo a su padre a la mañana siguiente, luego de que se convenciera a sí misma de que no iba a morirse por un rechazo tan brutal. Su padre, sentado en la mesa de la cafetería, alzó apenas la vista. No esperaba que Salomé diera el paso tan rápido. Ni tan firme. —¿Aceptas? —repitió, midiendo sus palabras. —Acepto los planes que tienes para mí. Lo que venga. Haré todo lo que se espera de mí, y más. Pero lo haré a mi manera y a mi tiempo —afirmó ella, con los hombros rectos y la voz limpia de toda vacilación. Hubo un silencio breve. Luego su padre asintió. —Eso esperaba de ti. Y Salomé también lo esperaba de sí misma. No como recompensa, sino como impulso. Había algo nuevo en su interior, algo más centrado en su futuro. Un corte limpio que sangraba ambición, orgullo, y un nuevo sentido de valor. Le habían dado el golpe que necesitaba para dejar de soñar en silencio y empezar a construir ruidosamente. Debía dejar de mendigar afecto. Aprender a mirar de frente. Y también a olvidar lo inútil. Los sentimientos así eran una debilidad. Y ella ya no estaba dispuesta a ser débil.