La tarde había comenzado a vestirse de un color dorado, ese tono cálido y envolvente que solo aparece en los momentos en los que la vida parece querer acariciarte, recordándote que, pese a todo, aún hay belleza en el mundo.
Valeska recorría su nueva casa como quien recorre un santuario, tocando cada mueble, cada cortina, cada rincón con una mezcla de reverencia y emoción. Cada centímetro cuadrado parecía murmurarle: «Estás a salvo. Este lugar es tuyo». Y esa certeza era tan reconfortante que por momentos sentía que podría echarse a llorar de pura gratitud, pero se contuvo, porque sabía que hoy no había lugar para las lágrimas. Hoy era un día de cimientos nuevos, no de viejas heridas.
La sala principal era amplia, bañada por la luz suave que se filtraba a través de las ventanas. El aire olía a madera, a limpieza reciente, a una promesa de vida distinta.
Siguió caminando, dejando que sus pies descalzos se deslizaran sobre el parquet, sintiendo que cada paso la anclaba más al presente, a