El trayecto de regreso a casa se sintió eterno. Valeska iba sentada junto a Lisandro, pero era como si estuviera sola. Ni siquiera el roce de sus cuerpos al ir tan cerca servía para borrar el muro invisible que él había levantado entre ellos. Un muro helado, indestructible, hecho de palabras que no se dijeron, de ausencias prolongadas, de respuestas vacías. Afuera, la noche comenzaba a cubrir la ciudad, y las luces de los autos pasaban fugaces como si quisieran advertirle que nada volvería a ser igual.
Cuando finalmente llegaron, Valeska entró al lugar que alguna vez fue su refugio y que ahora se sentía extraño, ajeno. Cada rincón parecía tener el eco de otra historia. Una en la que ella ya no tenía lugar. No esperó a que él se acomodara, no le dio tiempo de escapar, de refugiarse en otro silencio. Necesitaba respuestas. Las necesitaba ya.
Se plantó frente a él en la sala, con los brazos cruzados y el rostro pálido por el esfuerzo de no derrumbarse.
—Lisandro… necesito que me digas la