La tarde parecía arrastrarse con un silencio extraño, como si el tiempo mismo se hubiera detenido a observar. Las nubes no se movían. El viento no soplaba. Y aun así, todo en el aire olía a amenaza. A algo contenido que estaba por estallar.
Valeska esperaba sentada en la mesa más alejada de la terraza de aquel café discreto, con una vista directa al parque central. Frente a ella, una taza de café se enfriaba con lentitud, ignorada. El vaivén nervioso de sus dedos sobre la cerámica era lo único que delataba el torbellino que llevaba dentro.
No sabía si Penélope vendría. La había contactado por un número que le había dado Oliver, con la advertencia de que no se fiara demasiado, de que fuera cauta. Ella había aceptado encontrarse. Sin condiciones. Sin excusas. Y eso, en lugar de tranquilizarla, había encendido todas las alarmas.
El taconeo preciso sobre el piso de piedra la sacó de sus pensamientos. Penélope apareció con la elegancia de siempre, con su porte erguido, su vestido ajustado