Dos días completos habían pasado desde que Lisandro se perdió en la tormenta que desató la caída de Lenis.
En la soledad de su departamento, cada silencio se sentía pesado, casi insoportable. Sabía que no podía quedarse atrapado en la niebla de la incertidumbre; era momento de salir, de enfrentar, de buscar a quien más necesitaba ahora: su esposa. Su corazón se oprimía con la idea de explicar todo lo que había sucedido, de limpiar su nombre y proteger lo poco que quedaba de su familia.
Con un movimiento decidido, tomó su abrigo, sintiendo el frío de la tela como un escudo ante lo que se venía. Salió del edificio y respiró el aire frío de la tarde, un aire que parecía presagiar que nada volvería a ser igual. Avanzó unos pasos, pero entonces, de la nada, la presencia de Iskra se materializó frente a él como un fantasma indeseado, con esa sonrisa que mezclaba peligro, desdén y un deje de provocación.
—¿Ya te vas? —su voz era un susurro que trataba de arrastrarlo a su juego—. Pensé que no