Lenis sabía cuándo algo no encajaba. Había vivido demasiado tiempo entre la mugre como para no reconocer el sonido exacto que hacen las cosas cuando se desmoronan. Al principio fue un zumbido lejano, el chirrido de las llantas girando con demasiada fuerza sobre el pavimento. Luego vinieron los motores, no uno, sino al menos tres, apagándose de golpe frente a la entrada principal.
Desde su estudio, en el ala oeste de la casa, alcanzó a ver las luces blancas rebotando en la reja negra. No eran los autos de sus hombres. No eran los vehículos del personal de servicio, ni del proveedor que venía una vez por semana. Aquellos autos no eran parte del mundo que él controlaba.
Se levantó del sillón sin pensar demasiado, con la mandíbula tensa y una incomodidad que lo hizo sujetarse la parte baja del abdomen, como si algo ahí dentro presintiera el peligro. Caminó hasta la puerta del estudio, la abrió con fuerza y cruzó el pasillo en tres pasos largos. Su voz tronó con el tono de un líder al que