La relación entre Valeska y Lisandro se había convertido en un laberinto sin salida.
Cada conversación terminaba en malentendidos, cada mirada estaba cargada de emociones que ninguno de los dos se atrevía a verbalizar. Las palabras parecían inútiles cuando el resentimiento y el miedo seguían enredados entre ellos como espinas invisibles.
Al día siguiente, Valeska despertó con el pecho oprimido, con esa sensación sofocante de estar atrapada en un lugar donde el aire se volvía denso y pesado. No podía seguir así. Necesitaba salir, alejarse de aquella casa que empezaba a sentirse más como una prisión que como un hogar.
Se arregló rápidamente y se dirigió hacia la puerta, pero justo cuando su mano se posó en el pomo, Lisandro apareció al final del pasillo.
Su expresión era seria, con ese aire imponente que siempre lo rodeaba, pero sus ojos revelaban algo más. Algo parecido a la preocupación.
—¿A dónde vas? —preguntó con tono seco, aunque en realidad lo que quería decir era quédate.
—A des