**ÚRSULA**
No sabía cuántas horas llevaba allí sentada. La espalda me dolía, los párpados me pesaban y la piel me ardía del cansancio acumulado. Aferraba la mano de papá como si al soltarla fuera a hundirme con él en ese pozo silencioso del que no despertaba. Afuera el día ya había muerto, lo sabía por el cambio de luz filtrándose por la ventana y por la forma en que la tristeza se volvía más espesa al caer la noche.
Cerré los ojos solo un segundo, y entonces lo sentí: una presencia familiar, cálida, distinta al aire estéril del hospital.
—Ya llegué —susurró Klaus, con esa voz grave que siempre me atravesaba como un suspiro necesario.
Al abrir los ojos, lo vi de pie junto a la puerta. Alto, sereno, vestido con ese abrigo oscuro que siempre olía a café y lluvia. Sus ojos se clavaron en los míos y, por un momento, sentí que podía respirar otra vez.
—Vienes a relevarme —dije, apenas un murmullo.
Él asintió con una sonrisa leve, esa que apenas curva sus labios, pero que dice más que mil p