ADIOS PAPÁ

**ÚRSULA**

En cuanto mi mirada se cruzó con la suya, una alegría infinita se apoderó de mí. Todo el miedo, la incertidumbre, el peso de los nervios que había cargado durante las últimas horas, desaparecieron de golpe. Corrí hacia él, dejando que el impulso de la emoción guiara mis movimientos. Mi mochila rebotaba sobre mi espalda, pero en ese momento ni siquiera era consciente de ella. Solo había una cosa en mi mente: Klaus.

Cuando llegué a él, no lo pensé dos veces. Lo abracé con fuerza, dejando que mis brazos envolvieran su cuerpo mientras cerraba los ojos y dejaba escapar un suspiro lleno de alivio. Era como si ese abrazo fuera mi forma de decirle todo lo que las palabras no podían expresar. La gratitud, la confianza, la felicidad… todo estaba ahí, en ese contacto que rompía con cualquier barrera.

—Lo logré, —dije, mi voz quebrándose por la emoción mientras sentía cómo mi corazón latía con fuerza. —Estoy aquí.

Klaus, con su calma habitual, me devolvió el abrazo, y en ese gesto encontré algo más que apoyo. Encontré seguridad. La certeza de que no estaba sola, de que juntos podíamos enfrentar lo que viniera. Mientras me sujetaba, su voz resonó baja pero firme.

—Sabía que podías hacerlo, Úrsula. Ahora es nuestro momento. Te llevaré conmigo y podrás ser libre. 

En ese instante, mientras el mundo parecía detenerse alrededor nuestro, supe que había dado el paso más importante de mi vida. Había escapado. Había dejado atrás todo lo que me había retenido. Y ahora, con Klaus a mi lado, sentí que finalmente podía respirar, que finalmente podía ser libre.

El aire fresco de la noche me envolvía mientras nos acercábamos al aeropuerto. Podía sentir la libertad en cada respiro, como un destello de luz que me permitía soñar con una vida diferente, una vida en la que pudiera ser realmente yo. Sin embargo, esa sensación iba de la mano con un miedo que se aferraba a mi pecho. Era un miedo que no podía ignorar, porque sabía perfectamente del poder que ejerce mi padre, de cómo sus influencias podían alcanzar lugares donde ni siquiera imaginaba.

Sentada junto a Klaus en el auto, miraba por la ventana, observando cómo las luces de la ciudad se fundían con la oscuridad. Mi mochila estaba a mis pies, cargada con todo lo esencial, pero también con el peso de una vida que estaba dejando atrás. Mis manos se apretaban contra mis muslos, tratando de controlar los temblores que delataban mis emociones. Klaus, por supuesto, parecía tranquilo, su mirada fija en la carretera, como si no hubiera nada que pudiera perturbar su seguridad.

Cuando llegamos al aeropuerto, mi corazón se aceleró aún más. El edificio, con su constante flujo de personas y su promesa de nuevos destinos, se convirtió en un símbolo de lo que estaba a punto de lograr. Bajé del auto, mi cuerpo ligero pero al mismo tiempo cargado de tensión. Klaus se acercó, colocando una mano en mi hombro como un gesto silencioso de apoyo. Su presencia era un ancla en medio de la tormenta que mi mente había creado.

—Es ahora o nunca, Úrsula, —dijo, su voz calmada, sin embargo, firme, como si quisiera recordarme que no tenía nada que temer mientras estuviera a mi lado.

Asentí, incapaz de hablar, y tomé mi mochila con ambas manos. Cada paso que daba hacia la entrada del aeropuerto era un paso más lejos de la vida que había conocido. Podía sentir el miedo tratando de envolverme, las dudas susurrándome que podría ser un error. Pero luego pensaba en todo lo que había dejado atrás: las miradas controladoras de Mirella, los regaños constantes de mi padre, la sensación de estar atrapada en una jaula. Esa reflexión era suficiente para seguir avanzando.

Cuando Klaus me pasó el boleto y comenzamos a movernos entre las filas de seguridad, sentí una mezcla de alivio y ansiedad. El sonido de los anuncios, los murmullos de los viajeros y el movimiento constante de las maletas me hacían sentir que, por primera vez, estaba fuera de esa burbuja opresiva. Pero al mismo tiempo, la sombra del poder de mi padre se cernía sobre mí, recordándome que esto no sería fácil, que habría consecuencias.

A medida que avanzábamos hacia la sala de embarque, Klaus se mantuvo cerca de mí, sus palabras tranquilizadoras acompañándome en cada momento. Y aunque el miedo seguía ahí, no podía ignorar la emoción que también me consumía. Estaba escapando. Estaba haciendo algo que antes parecía imposible. Y aunque el camino aún era incierto, sentí que estaba tomando el control de mi vida por primera vez. Mientras mirábamos la pista y esperábamos el llamado para nuestro vuelo, supe que, pese al miedo, había algo más fuerte que me impulsaba: la esperanza.

El aeropuerto comenzaba a llenarse con el bullicio de la mañana. El anuncio de vuelos próximos resonaba por los altavoces, y la luz del amanecer se colaba a través de las enormes ventanas, iluminando todo con un resplandor tenue. Pero yo no podía concentrarme en nada de eso. Mi corazón latía desbocado, y mis ojos no dejaban de recorrer el lugar, saltando de un rostro a otro, buscando… o quizás temiendo encontrarlo.

Miraba hacia todos lados, convencida de que en cualquier momento aparecería. Mi padre. Podía imaginarlo perfectamente, avanzando con su paso firme, su mirada dura clavada en mí, reclamándome como si yo fuera un objeto que le pertenecía. Cada sombra que veía a lo lejos me hacía saltar, y cada figura que se acercaba rápidamente parecía tomar la forma de él en mi mente. Mi pecho subía y bajaba con rapidez, y el miedo se apoderaba de cada rincón de mi ser.

Mientras tanto, mi celular no dejaba de sonar. Lo tenía en la mano, vibrando sin descanso con cada llamada que recibía. Sabía que era él. No necesitaba mirar la pantalla para saberlo. Su insistencia era como un eco de la vida que había dejado atrás, una última tentativa de mantenerme bajo su control. Quería apagarlo, lanzarlo lejos, pero mis manos temblorosas no me dejaban actuar.

—Dámelo, —dijo Klaus con voz firme pero tranquila, extendiendo una mano hacia mí.

Lo miré, tratando de encontrar algo de calma en su presencia, y sin dudarlo más, le entregué el teléfono. Él lo tomó, lo observó por un segundo y luego, sin decir nada, caminó hacia una papelera cercana. Lo vi tirar el celular a la basura con un gesto decidido, como si estuviera librándome de las cadenas que aún intentaban atraparme.

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