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No te dejaré caer II

Ella no había sido tocada ni por las explosiones ni por el fuego. Pero estaba aterrada. Una llama se movió rápidamente hacia ella, ella no le quitó la vista de encima, hasta que uno de los hombres que la quería fuera de allí, la agarró del brazo, diciendo algo en otro idioma y la echó hacia atrás. La llama no era llama, sino una persona quemándose viva. Cuando Sarah logró reaccionar, gritó histérica. Un poco antes, si ella se hubiera ido de allí unos segundos antes, sería ella la llama andante. Se sintió desfallecer. Todo allí era caos, la gente corría, gritaba, lloraba. Pero Sarah se mantenía estática. No podía moverse, aunque quisiera no podía hacerlo. Miraba todo a su alrededor, no había dónde ir, donde huir, ningún escape posible a esa pesadilla que estaba viviendo. Y estaba sola, sus padres no estaban por ninguna parte. Esperaba que estuvieran bien en alguna otra parte del enorme barco. Y pensaba en Sebastián. Debía estar con él, en casa, no en ese lugar. Ella no quería ese viaje.

La onda expansiva de una nueva explosión lanzó por los aires a Sarah, cayendo muy lejos de allí. El dolor se hizo patente en el momento. Su cuerpo ardía. Su pierna estaba en llamas. Rodó para apagarse como había visto que le ordenaban al hombre que se quemaba poco antes. Pero el dolor se hizo más intenso. Un cuchillo, un trozo de madera, algo, no sabía qué, se le incrustó en las costillas. Dolía demasiado y le costaba respirar. Alguien apareció a su lado. Un hombre. La sangre corría por su cara, estaba herido, pero de todos modos intentaba ayudarla.

—Tranquila, no se mueva —le ordenó con voz nerviosa.

—Me duele —se quejó ella en un hilo de voz.

—Tranquila… —el hombre estaba al borde del colapso y la miraba aterrado— tranquila, yo la voy a ayudar.

El hombre tomo una botella rota de alguna parte y con manos temblorosas levantó el cuello de Sarah para degollarla. Sarah gritó y el dolor punzante que sentía en sus costillas se traspasó a su vientre y le costó respirar, si se movía el dolor era peor. El hombre la soltó y huyó, ella se miró y tenía una estaca de madera enterrada en su abdomen. Debió dejar que ese hombre la matara. Ahora moriría desangrada y con dolor. Las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Por qué  ahora no se desmayaba? Era la pregunta que se le repetía en su mente, debía morir de una vez.

—¡Sacre Bleu! Par ici! Elle est vivante!! —Gritó un policía muy cerca de ella— calme,Mademoiselle, Quel est son nom?

—Ayúdeme —contestó la joven en un hilo de voz, sin entender lo que el hombre le hablaba.

La ayuda ya había llegado, las sirenas y las carreras se oían por todos lados. Ya no habían explosiones, pero el dolor no menguaba, Sarah hubiese querido desmayarse, morir, para no padecer tanto, pero nada pasaba. El dolor era casi insoportable y la soledad de ese momento era peor.

Al policía se acercó una mujer con un maletín, después de maldecir en voz baja, sacó una jeringa y se la inyectó. Sarah se fue a negro, olvidando el sufrimiento y el dolor.

Las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas. Recordar todo aquello le dolía, le dolían los recuerdos, le dolía el cuerpo, parecía que todo el dolor físico volvía a su cuerpo al recordar. Pero lo que más le dolía era el recuerdo de cuando, al volver, Sebastián la rechazó, no quería una mujer marcada por esas cicatrices tan horrendas. Y lo entendía. Él era joven y guapo y ella ya había perdido su belleza… para siempre.

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