La ira de Felipe terminó por estallar.
Tomó el celular y marcó un número. Del otro lado contestaron casi de inmediato.
—Señor.
—Averigua ahora mismo dónde están Lucía y Tamara.
El asistente Lucas Soler se quedó un segundo en silencio.
—De acuerdo.
—¡Ahora mismo! —rugió Felipe.
A esa hora, afuera estaba lloviendo, ¿qué demonios estaba haciendo ella?
Había quemado todo lo que los unía. Antes también había hecho escándalos, pero nunca a este nivel.
En ese instante, sin saber por qué, a Felipe le cruzó una punzada de inquietud en el pecho.
Lucas actuó con rapidez. Diez minutos después volvió a llamar.
—La señora está en el Residencial Elite, en el Distrito Estelar.
Felipe entrecerró los ojos:
—¿Qué hace allá?
El Distrito Estelar.
No recordaba que tuvieran amigos viviendo en esa zona.
—La Señorita Tamara también está con ella.
Apenas escuchó el nombre de Tamara, el rostro de Felipe se ensombreció por completo.
Para él, las mujeres no deberían tener amigas. Una amiga era como tener diez cerebros más conspirando al mismo tiempo.
Cada vez que Lucía se juntaba con Tamara, nunca salía nada bueno.
Cuando Felipe llegó al Residencial Elite, Lucía, agotada tras un día interminable, ya se había quedado dormida.
Tamara se había marchado. Lucía no quiso volver con ella, y Tamara regresó para buscar a alguien que se encargara de cuidarla.
Lucía acababa de dormirse cuando el timbre sonó de forma insistente y la despertó de golpe.
Pensó que Tamara se había dejado algo.
Se levantó, aún medio adormilada, y abrió la puerta.
—¿Otra vez te olvidaste de...?
La última palabra no llegó a salir. Al ver a Felipe, su expresión se endureció al instante.
—¿Cómo me encontraste?
Felipe tenía el rostro frío, severo. El traje negro estaba salpicado de gotas de lluvia.
—¿Tú qué crees?
Al verla en pijama, la furia que llevaba dentro se desbordó aún más.
Asomó la cabeza para mirar dentro. Al no ver a nadie más, la tensión que lo rodeaba se suavizó apenas.
—Tamara dijo que perdiste al bebé. ¿Cómo no iba a venir a acompañarte?
Mientras hablaba, estiró la mano por costumbre, le sujetó el brazo y trató de atraerla hacia su pecho.
Ella no se movió.
La mirada con la que lo observaba se volvió claramente más afilada.
Al cruzarse con esa frialdad en sus ojos, a Felipe le dio un vuelco el corazón.
Un segundo después, forzó una sonrisa.
—Está bien, está bien. Pasó lo del aborto, vengo a cuidarte. ¿Sí?
Ese tono ligero, casi burlón.
Le faltó poco para escribirle en la cara que pensaba que todo era una farsa.
La rabia de Lucía, recién apaciguada por Tamara, volvió a estallar.
Levantó el pie y lo pateó con todas sus fuerzas.
Felipe no lo vio venir. El golpe le dio directo en el abdomen y soltó un quejido ahogado. Al mismo tiempo, tuvo que soltarle el brazo.
Al verla erizada como un animal acorralado, le empezó a doler la cabeza.
—Ya armaste suficiente escándalo hoy. Quemaste media casa, ¿todavía no te calmaste?
Lucía no respondió.
La frialdad en sus ojos se volvió aún más profunda.
¿Calmarse?
Pensó que, esta vez, si no había alguien que pagara el precio, esa rabia no se le iba a ir jamás.
Lucía soltó una risa breve, cargada de desprecio, sin decir una sola palabra.
Ese sonido le resultó especialmente irritante a Felipe.
Se pasó la mano por la frente, con un dolor pulsándole en las sienes.
—Está bien, fue mi culpa. Todo fue mi culpa. ¿Sí? Vámonos a casa.
Mientras hablaba, volvió a estirar la mano para sujetarla.
Lucía dio un paso atrás y lo esquivó.
Esa distancia, ese frío, hicieron que el rostro de Felipe se endureciera por completo. Incluso el aire a su alrededor pareció volverse más pesado.
—¿Esa es mi casa? —Lucía curvó los labios con burla—. ¿Una casa que está escriturada a nombre de Andrea?
Andrea Torres, la hermana menor de Felipe, tenía una relación muy cercana con Jenifer.
La villa donde vivían como matrimonio llevaba tiempo registrada a nombre de Andrea.
La familia Torres siempre la despreció por haber crecido en un orfanato.
Solo aceptaron que se casara con Felipe si el matrimonio se mantenía en secreto.
Cada vez que Felipe intentaba darle algún bien a su nombre, su madre se las arreglaba para recuperarlo y ponerlo a nombre de su hermana.
Incluso la casa donde vivían había terminado registrada a nombre de Andrea, por miedo a que Lucía obtuviera el menor beneficio de la familia Torres.
—La casa está a nombre de Andrea, ¿no te parece ridículo decir que es mi casa?
Felipe se quedó un instante en silencio.
—Mañana mismo la paso a tu nombre. ¿Te parece bien?
El tono con el que lo dijo ya no tenía paciencia.
Lucía no quiso seguir hablando con él. Estiró la mano y fue a cerrar la puerta.
Felipe la detuvo sujetando el borde:
—Lucía, hay que tener un límite.
El tono conciliador se había vuelto firme, casi autoritario.
—¿Y qué límite quieres que tenga? —preguntó ella, alzando una ceja.
La emoción que debería haber estallado estaba perfectamente contenida por su frialdad.
Incluso al mencionar a Jenifer, su voz seguía calmada.
—Tú y Jenifer siguen enredados, ¿y aun así esperas que yo tenga límites?
Felipe se quedó sin palabras.
El enojo le hervía en el pecho.
—Deja de involucrarme siempre con ella. No tengo ninguna relación con Jenifer.
—Ahora que Carlos murió, todo Puerto Real cree que tú vas a hacerte cargo de su esposa.
Durante esos seis meses, desde la muerte de Carlos, Felipe y Jenifer aparecían juntos en todo tipo de eventos.
Incluso había rumores de que los hijos eran de Felipe.
También se decía que la muerte de Carlos tenía algo que ver con él.
Al oírla mencionar esos rumores, el cuerpo de Felipe se tensó.
—¿Tú también crees esos rumores?
¿Rumores?
Lucía lo miró en silencio.
Sintió cómo la fuerza con la que ella empujaba la puerta aumentaba, y su voz se volvió más contenida.
—Está enferma, tiene depresión, ¿no lo sabías?
Esa sola palabra, depresión, heló por completo la mirada de Lucía.
—Claro, depresión. Por eso tu cara es su mejor medicina. Su calmante exclusivo.
Qué buena excusa.
Cada vez que Jenifer perdía el control, lo primero que pensaba la familia era en mandar a Felipe para tranquilizarla.
Lucía cerró los ojos un momento y dijo:
—Mañana firmas el acuerdo de divorcio que te enviaré. Cuídala toda la vida.
¡Podía cuidarla cuanto quisiera!
Ese vínculo retorcido le daba asco.
Frente a su frialdad, la paciencia de Felipe llegó al límite.
—¡Lucía!
—Y dile a Jenifer que espere la citación del juzgado —añadió.