En una habitación del hospital.
El olor a desinfectante impregnaba el aire y le revolvía el estómago, Lucía Gómez estaba recostada en la cama del hospital, débil, sin fuerzas.
La llamada se conectó y fue ella quien habló primero:
—Para el procedimiento de aborto necesitan la firma de un familiar. Ven al hospital.
Del otro lado no hubo respuesta inmediata.
Después de un instante, sonó la voz grave de Felipe Torres:
—¿Cuándo estuviste embarazada? ¿Por qué no sabía nada? Lucía, incluso para ser caprichosa hay que tener límites.
—¿Vas a venir o no?
La palabra caprichosa le encendió la rabia.
—¡Hoy no tengo tiempo para discutir contigo!
Ante el enojo de Lucía, Felipe intentó contener la impaciencia en su tono.
A Lucía se le heló el cuerpo. No respondió y bajó el celular del oído.
En el instante en que iba a colgar, se escuchó la voz de una mujer:
—Familiares, la cesárea fue un éxito. La paciente dio a luz a mellizos, un niño y una niña.
Para Lucía, todo se vino abajo.
Resultó que él estaba en ese hospital, acompañando a su cuñada Jenifer González durante el nacimiento de unos mellizos.
Su propio hijo, en cambio, estaba a punto de ser abortado.
Lucía colgó sin dudarlo.
La doctora, una mujer con lentes de marco negro, entró a la habitación, se detuvo junto a la cama y comenzó a llenar el formulario con rapidez.
Mientras escribía, preguntó con seriedad:
—¿Cuándo viene su esposo a firmar? El quirófano ya está listo.
Lucía contuvo el enojo.
—¿Es obligatorio que él firme?
La doctora levantó la vista y dejó de escribir.
Lucía la miró con frialdad.
—Está ocupado acompañando a su cuñada mientras da a luz. ¿Puedo firmar yo?
La palabra mellizos seguía clavándose en su pecho.
La doctora la observó un instante. En su mirada apareció un atisbo de compasión.
Luego le pasó el formulario.
—Está bien.
Lucía tomó el bolígrafo y escribió su nombre.
La doctora le entregó una pastilla.
—Después de tomarla, en media hora entramos a quirófano.
Lucía la recibió y se la llevó directamente a la boca.
Siempre le había tenido miedo a lo amargo, pero esta vez dejó que el sabor se extendiera por toda su lengua.
***
Al anochecer, tras terminar la observación posterior a la cirugía, Lucía regresó sola en su auto a la villa donde vivía con Felipe.
Doña Jara, encargada de la limpieza de la casa, se asustó al verla tan pálida.
—¿Qué le pasó, señora?
Lucía levantó la mirada al escucharla.
Con el rostro sin color, forzó una sonrisa.
—Doña Jara, tengo hambre.
Esa mañana, Felipe la había llevado a la casa principal.
Durante la comida, apenas había probado un par de bocados cuando el vientre de Jenifer empezó a dolerle y sangró de repente.
Toda la casa entró en caos ante la inminencia del parto.
Jenifer González, esposa de Carlos Torres, el hermano mayor de Felipe, había quedado viuda hace medio año, cuando Carlos murió en un accidente aéreo.
Desde entonces, si algo le pasaba a Jenifer o a los hijos que llevaba en el vientre, bastaba una llamada para que Felipe se marchara de inmediato.
Las escenas del día pasaron por la mente de Lucía.
Cuando Jenifer comenzó con las contracciones, el empujón que le dio fue tan fuerte que Lucía cayó al suelo y no pudo levantarse.
Sin embargo, en ese momento nadie le prestó atención.
Toda la atención estaba puesta en Jenifer, que lloraba y gritaba.
Felipe pasó junto a Lucía cargando a Jenifer en brazos.
Ella alcanzó a sujetarle el pantalón.
—¡Me duele mucho el vientre!
Felipe solo le lanzó una mirada impaciente, como diciendo que no hiciera escándalo, y se fue sin volver la cabeza.
Al verla tan débil, Doña Jara la ayudó a sentarse en el comedor.
—Acaban de preparar algo caliente en la cocina. Ahora se lo traigo.
Puso frente a ella un tazón humeante de sopa ligera con algunos acompañamientos suaves.
Lucía apenas había dado un par de bocados cuando se escucharon risas y voces acercándose desde afuera.
La puerta se abrió.
Eran Felipe y su madre, Isabel Cortés.
Al ver a Lucía, y siendo un día de celebración para la familia Torres, Isabel no le dirigió ninguna mala cara, algo poco habitual.
Eso sí, tampoco la miró.
Solo le dijo a Felipe:
—Voy a subir a recoger unas cosas.
—Está bien.
Isabel subió directamente al segundo piso.
Felipe dejó de sonreír, se acercó a la mesa y se sentó frente a Lucía.
Cruzó las piernas, sacó un encendedor y, con un chasquido, encendió la llama.
Prendió un cigarrillo y comenzó a fumar.
Lucía siguió comiendo sin mirarlo.
Felipe dio una calada profunda, con expresión cansada.
Le pasó la mano por la cabeza.
—Mira tú, ¿hoy era momento para hacer berrinche?
—Mi hermano ya no está, pero sus hijos sí. ¿De verdad no entiendes qué estaba pasando hoy?
—Los bebés son muy lindos, muy pequeños. Cuando los veas, seguro te van a gustar.
Ese tono condescendiente, casi dulce, y la forma en que hablaba de los niños la terminó de sacar de quicio.
Levantó la mano y, con un golpe estrelló los cubiertos contra la mesa.
—¿Tan adorables te parecen los hijos de otros?
Lucía lo miró con los ojos enrojecidos, y el tono cargado de ironía.
El rostro de Felipe se ensombreció.
—¿Cómo que de otros? ¡Son los hijos de mi hermano!
Al final alzó la voz, incapaz de contener su enojo.
Lucía soltó una risa fría.
—Vaya, menos mal lo aclaras. Por un momento pensé que eran tuyos.
—¡Lucía!
Felipe estalló.
Lucía se levantó y le dio una bofetada.
Sus ojos estaban llenos de odio y resentimiento.
—¡Nos divorciamos!
No le importaba de quién fueran esos niños. Si él quería hacerse cargo, que lo hiciera solo.
Ella ya no podía más.
La mirada de Felipe se volvió helada:
—Hoy nacieron los hijos de mi hermano. Él murió, ¿pretendes que no haga nada?
Lucía respondió con frialdad:
—¿Porque son los hijos de tu hermano tienes derecho a cruzar todos los límites y a ignorar la vida o la muerte de tu propio hijo?
Bonitas palabras, los hijos de su hermano.
Recordó lo que había dicho el médico, si la hubieran llevado al hospital a tiempo, el bebé quizá se habría salvado.
Pero no fue así.
El dolor de sentir cómo su cuerpo los perdía seguía presente.
Lucía lo miró con los ojos fríos.
—¿No había ya más de veinte personas de la familia cuidándola? ¿De verdad faltabas tú?
El ritmo de la respiración de Felipe se alteró.
Guardó silencio unos segundos y, haciendo un esfuerzo por contenerse, tomó la mano fría de Lucía y le tocó la frente.
Estaba caliente.
Cada vez que tenía la regla, le pasaba lo mismo.
—Ya está. Sé que siempre has querido tener hijos, pero estas cosas dependen del destino.
El tono resignado y superficial hizo que la sangre de Lucía hirviera.
—¿Qué quieres decir? ¿Que dudas de que estuviera embarazada?
Felipe, al verla alterada, la abrazó.
—Está bien, está bien. Sí, estabas embarazada. Fue culpa mía.
Siempre era igual.
Durante esos seis meses, cada vez que Lucía se enojaba por Jenifer, él reaccionaba con disculpas a medias, sin tomárselo realmente en serio.
Pero esta vez, ¿de verdad era un tema que podía despacharse con esa ligereza?
Isabel bajó las escaleras con unas cosas en la mano, como si no percibiera la tensión entre ellos.
Mientras bajaba, dijo:
—Lucía, Jenifer acaba de pasar por una cesárea y no puede comer nada. Lo único que quiere es la sopa nutritiva que tú preparas. Mañana levántate temprano y llévasela al hospital.
—Asegúrate de que sea algo ligero, nada grasoso. Acaba de dar a luz.
Dicho eso, miró a Felipe.
—Vámonos.
El nacimiento de los mellizos era un asunto importante para la familia.
No podían permitir que la madre se sintiera mal.
Y con Felipe, que se parecía tanto a Carlos, ella se sentía más tranquila.
Felipe soltó a Lucía.
Le pellizcó la mejilla con gesto afectuoso.
—Voy a volver tarde. No me esperes.
Dicho esto, se dio la vuelta y se fue con Isabel.
Cuando ya estaban en la puerta, la ira de Lucía llegó a su límite.
Volcó la mesa del comedor.
Los platos y la comida se estrellaron contra el suelo con estrépito.
El ruido hizo que ambos se detuvieran.
Isabel gritó, sobresaltada:
—¡Lucía! ¿Qué estás haciendo?
—¡Hoy la familia acaba de recibir mellizos! ¿En un día así te pones a romper cosas?
Lucía la miró con el rostro cubierto de frialdad.
—¿Jenifer quiere tomar la sopa que yo prepare? ¿Desde cuándo yo sé cocinar?