Alexander
Los días volvieron a su orden quirúrgico.
Reuniones a las ocho, café negro —sin azúcar, sin alma— a las ocho y treinta, dos llamadas con socios que medían su ambición en ceros, y un almuerzo a solas frente a la pantalla con un documento de expansión internacional que debería emocionarme. Debería.
Pero todo sabía a ceniza.
Mi asistente me entregó una agenda impoluta cada mañana, como si creyera que el control podía sustituir la ausencia. Y yo fingía que sí. Que los márgenes perfectamente trazados del poder eran suficientes. Que podía volver a ser el CEO que no pestañeaba ante un recorte de personal, que no dudaba al cerrar una planta con cientos de empleados si eso aumentaba las ganancias.
Y aun así, cada logro me pesaba como una mentira.
Porque ya no era solo Alexander Blackwood, el hombre detrás del vidrio polarizado.
Era el que había sellado un pacto de fragilidad con una mujer que me estaba arrancando capa tras capa.
Mia no había escrito. No había llamado.
Pero tampoco me