Mi corazón no late; golpea contra mi caja torácica, un tambor frenético de pánico y vergüenza. El vaso de jugo de naranja ha caído al suelo con un ruido sordo, sobre el caro tapete persa de la oficina que ya ha sufrido del derrame de la bebida. La mancha, brillante y ácida, es un insulto visual al impecable orden de Lucien Ivanov.
Estoy congelada, parada en el umbral, con la bandeja en mis manos, y la escena frente a mí. El hombre, mi captor, reclinado en el sofá junto a la ventana, con la cabeza de otra mujer rubia moviéndose en su regazo. La imagen es tan descaradamente sexual, tan brutalmente pública, que me siento desnuda de nuevo, a pesar de la falda y la blusa.
Es un acto de dominación no dirigido a la mujer en su regazo, sino a mí. Es la declaración matutina de su omnipotencia.
—Y-yo... lo siento. Lo limpio. Me voy —logro farfullar, pero mis palabras salen atropelladas desde el fondo de mi garganta. La única reacción lógica es huir, y deshacer el shock de la intrusión.
Doy medi