El viaje fue en carretera. Nada de escoltas. Nada de helicópteros.
Aelin y Darian viajaban en un auto negro, con música suave y las ventanas entintadas. Ella iba recostada sobre su hombro, mirando por la ventana cómo el paisaje se transformaba de ciudad a campo.
—¿Crees que se acuerden de mí? —preguntó Aelin, algo nerviosa.
—No eres fácil de olvidar —respondió Darian con una sonrisa.
Llegaron a una casa antigua de piedra, rodeada de árboles en flor y con un aroma a pan recién horneado en el aire. Todo era simple… y cálido.
Allí los esperaban Don Octavio y Doña Miriam, los ancianos que Aelin conoció en el hospital, los mismos que se habían ganado su confianza con sus palabras amables y miradas sinceras.
—Mi niña! —exclamó Miriam, envolviéndola en un abrazo—. No sabes cuánto rezamos por volver a verte.
Aelin se dejó abrazar, por primera vez sin miedo. Darian los saludó con respeto.
—Pasen, pasen —dijo Octavio, con su bastón—. Tenemos mucho de qué hablar.
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Durante la cena, rode