La luz del atardecer pintaba el suelo de rojo cuando Nelson volvió a la casa de los Lima.
El papel, con ese olor fuerte a desinfectante, le pegó de lleno a Ivana en la cara.
Le dejó una marca roja en la mejilla.
Ella, hecha un ovillo en el sofá de cuero, temblaba como un animal asustado.
—Los niveles de serotonina están bien. Los receptores de dopamina también. Todo normal —dijo Nelson, con voz grave, dura—. Ivana, no tienes depresión. ¿Por qué mentiste?
El silencio se volvió pesado.
Gustavo, al lado, arrugó el papel y lo tiró al basurero.
—¿Y tú quién eres para meterte en eso? ¿Desde cuándo una enfermedad mental se detecta con un análisis?
—¿Y esto entonces? —Nelson tiró otro papel sobre la mesa—. El sello es falso. No hay ningún psiquiatra llamado Mateo. Ni un solo registro.
—Además, revisé las cámaras. Esa noche estabas en el bar. No estabas enferma, Ivana. Estás perfectamente.
Ivana se llevó la mano a la cabeza. Las lágrimas se le colgaban de las pestañas.
—Yo... esa noche no podía