Las personas que de verdad se quieren ir... no hacen ruido.
Un día cualquiera, se ponen el abrigo, abren la puerta… y ya no vuelven.
Como una hoja seca que se va con el viento.
Sin despedidas. Sin un solo adiós.
Nelson se tapó la cara con las manos. Y por fin, se dejó llorar.
Lloró con todo el cuerpo, con todo lo que ya no podía poner en palabras.
Lo había sentido antes. Lo supo desde hacía tiempo.
Lo supo desde el momento en que la vio quemar las fotos.
Y también cuando la encontró en el jardín, sentada en silencio, con esa mirada apagada, sin una chispa de luz.
Tendría que haber dicho algo. Escucharla, aunque fuera una vez.
Tal vez, solo tal vez... algo se habría podido evitar.
O no... quizás ya era tarde desde mucho antes.
Desde ese día en que se puso del lado de los Lima y la presionó para entregar la patente.
Ahí... Elsa dejó de esperarlo.
Ahí fue donde lo perdió para siempre.
—No —murmuró Nelson, incorporándose como pudo—. No puede acabar así. Voy a encontrarla. Voy a traerla de