Una vacante

En Edimburgo, las cosas no iban mucho mejor. El fallecimiento de Graison Barnes, no solo había dejado desolada y triste a una nieta que lo amaba, también había dejado a unos buitres hambrientos de dinero.

Adler Barnes, era el sobrino del señor Graison, hijo de su hermano fallecido hace más de veinte años.

Adler siempre había estado detrás de la pequeña fortuna del abuelo de Mónic, siempre trató de acercarse a ellos, pero con un doble interés.

Cuando se aburría, se alejaba por un tiempo, o cuando lograba sacarle algo de dinero.

Una semana había pasado desde el día del funeral. Mónic, se había tomado esos días para tratar de descansar, y digo tratar, porque lo menos que hizo fue eso.

A los tres días, había llegado su tío Adler junto con su esposa e hija, se habían auto invitado a vivir en la gran casona de los Barnes.

Mónic, no tenía cabeza para nada, ni siquiera para decirles que no podían quedarse, aunque hubiera sido definitivamente en vano intentarlo.

Los había tratado de evitar toda la semana, había comido en su habitación todos estos días, realmente no tenía ganas de convivir con nadie en esos momentos, quería llevar su dolor en privado.

Pero como nada es para siempre, se llegó el día en que debía seguir con sus actividades, principalmente las laborales, que, aunque siempre había estado al lado de su abuelo haciéndose cargo de la editorial, ahora estaba bastante nerviosa, no sabía si podría hacerlo sola.

—Tengo que poder, no puedo defraudar la memoria de mi viejito —se regañaba, mientras entraba a la ducha y no se refería a poder con el puesto, sino a poder con la ausencia de su abuelo.

Tomó un relajante baño, escogió una falda corte lápiz color gris, una blusa blanca, zapatos de tacón alto y su bolsa a juego. Cepilló su cabello, lo secó, haciendo que callera lacio sobre su espalda, un poco de maquillaje y estaba lista para enfrentar al mundo… sola.

No le sorprendió que en el comedor ya se encontraba la familia “entrometida” como los habían bautizado ella y su nana, se sentían dueños y señores de todo, nada más lejos de la verdad.

—Buen día —saludó con cortesía al llegar.

—Buenos días, sobrina querida, que bien luces hoy —esa había sido Tessa, la esposa del tío Adler.

—Pues, ¿no sé con qué lo puedes comparar?, no te había visto desde que llegaron a instalarse en mi casa.

—Eso, solo es porque tú no habías querido bajar y acompañarnos en los sagrados alimentos —agregó a la conversación el tío entrometido.

—No tenía ánimos, a mi si me dolió la partida de mi abuelo, aunque no puedo decir eso de todos —tomó asiento al extremo contrario al de su tío, le daba rabia que se había atribuido el lugar que durante toda la vida había pertenecido a su querido abuelo.

—¡Me encanta tu falda! —ahora se escuchaba esa voz chillona de Chelsea, su tono molestaba los tímpanos.

—Oh, gracias —trató de ignorarla y comenzó a desayunar. Debía ir a la editorial y ya se estaba haciendo un poco tarde.

—¡Y tu blusa también es muy linda! —“de verdad ¿esta no se puede callar un momento?” pensaba Mónic.

Se dio toda la prisa posible, tratando de ignora a sus acompañantes. Lo que nunca imagino fue lo que su tío le dijo cuando ya estaba por irse.

—Yo iré contigo a la editorial —ni siquiera le estaba preguntando, se había auto invitado, ya se había dado cuenta de que auto invitarse le salía muy bien.

“¿Pero qué demonios le pasa?” se preguntaba Mónic, no quería ser grosera ni tampoco tenía muchos ánimos de serlo, así que solo accedió, ambos salieron y se montaron en la camioneta de la chica.

La editorial se encontraba en un edificio de tres plantas, con la fachada de piedra, a juego con toda la arquitectura de la ciudad. Su abuelo había heredado de su padre aquel inmueble y lo había mantenido pulcro desde siempre.

En la entrada estaba Vera, la recepcionista. Saludó con cortesía a los recién llegados y le entregó un café a Mónic, como lo hacía diariamente y a toda hora, esa chica amaba el café tanto como el chocolate.

—Cappuccino con dos de azúcar —le dijo la chica y Mónic agradeció.

Avanzaron hasta el elevador, necesitaban ir hasta la última planta que era donde se encontraba la oficina de Mónic.

—¿Quieres un tour personalizado? O ¿puedo decirle a alguien más que te lo dé? —realmente no entendía la razón por la que quería ir. El tío Adler no sabía absolutamente nada sobre la editorial, fingía interesarse cuando necesitaba dinero, cuando lo conseguía, simplemente se esfumaba.

“Yo no soy mi abuelo, así que vete despidiendo del dinero gratis” pensaba Mónic, mientras le preguntaba aquello y le daba un sorbo a su café.

—No vine por una excursión, vine a trabajar —una ceja juguetona se levantó en el rostro de Mónic. Eso sí que no se lo esperaba, estaba segura que no sabía absolutamente nada de la editorial, es mas no conocía a ciencia cierta si sabía algo de cualquier cosa.

—Y ¿de qué se supone que trabajaras aquí? —lo interrogó, sabía perfectamente que no sabía ni siquiera donde se encontraba el índice de un libro.

—Pues el tío falleció, así que ¿hay una vacante no? —los ojos de Mónic se encendieron en un dos por tres.

“¿Cómo se atreve a siquiera pensarlo?” la sola idea la asqueaba ¿hasta dónde llegaba su maldita ambición?

—Pues déjame decirte que ese puesto ya está ocupado, incluso antes de que mi viejito falleciera. Tal vez si hubieras estado al pendiente de su salud, te hubieras dado cuenta de qué hace ya más de un año, soy yo la que dirige la editorial.

El rostro de Adler era un poema, nunca imagino que las cosas fueran de esta manera. Creía que al fallecer su tío, sería el dueño y señor de todo lo que poseía, miraba a Mónic como una niña inmadura y fácil de manipular, que equivocado estaba.

—Pe… Pero… —las palabras se le atoraban en la lengua, ¿ahora qué haría? Solo pensaba en como saldría de aquel hoyo en el que se encontraba económicamente.

Las finanzas nunca se le dieron bien, se daba una vida que no podía costear, él y su familia se creían ricos, cuando de eso no tenían ni un pelo.

Después de la muerte de su padre, había sido el único heredero de una muy buena fortuna, misma que, al no saber administrar, se les había ido entre las manos en menos de diez años, después de eso, exprimían al señor Graison cada que podían.

Creía que ahora no sería la excepción, realmente estaba seguro que podría manejar a Mónic a su antojo, no sabía que se encontraría con una mujer hecha y derecha.

Una mujer que sabía mejor que nadie del negocio del que se quería apoderar aquel vividor y que de ninguna manera lo permitiría.

Adler pensaba que sería fácil quedarse y acabar con esa fortuna también, ahora estaba seguro de que sería más difícil de lo que creía.

Para Mónic, sería bastante difícil deshacerse de su presencia y de la de su horrorosa familia.

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