Aquel abrazo le hacía pensar en muchas cosas, aquel abrazo era lo único que Dayana necesitaba para calmar su cansado corazón. El sentir a su hijo, el verlo sano, el verlo ahí con ella en sus brazos, la hizo llorar.
Montones de imágenes de cuando estaba embarazada, de cuando el pequeño Rui tenía meses de nacido, de cuando comenzó a caminar, de todas las cosas que pasaron juntos por los cuatro años que estuvieron solos, llegaron de golpe.
- ¡Mi cielo! ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! ¡Te amo! ¡Te amo, mi vida! ¡No voy a dejarte solo! ¡No importa lo que tenga que hacer, no voy a dejarte solo! ¿Entendiste? ¡Mamá está contigo! -dijo Dayana con los ojos llenos de lágrimas.
- Mami, ¡No quiero que me dejes aquí! ¡Quiero irme a casa contigo! ¡Ya no quiero estar aquí! ¡Tú estás solita! ¡Tú me necesitas! -dijo el niño con la madurez de un adulto.
- ¡Mi vida! ¡Tú y yo nunca estaremos solos! No me importa, así tenga que lavar platos, barrer las calles o lo que sea que deba hacer, tú y yo, no nos volve