VI Atractivo irresistible

Sin importar lo mojado del pavimento por la lluvia de la noche anterior, Sara corría a través del parque. El aire húmedo era refrescante, aunque el aroma a tierra la sofocara un poco.

Faltaba una semana para cumplir un mes en la estación. Que se hubiera sabido sobre su naturaleza salvaje desde el principio había contribuido a su paz mental. No había nada que ocultarle a sus compañeros y tampoco había atraído ninguna desgracia o de eso estuvo segura hasta llegar a la pileta. En el centro del parque, sembrado de añosos árboles, había una pileta. El agua no estaba muy limpia luego de la lluvia, pero servía para elongar sus brazos y piernas en la orilla.

No era la única que lo pensaba. A diferencia de Sara, él no estaba interesado en ocultar quien era, pese a que llevaba una gorra para complementar su atuendo deportivo. De todos los parques, de toda la ciudad, de todos los lugares para elongar, Misael Overon escogía el mismo que ella.

—También te quedaba de paso —le dijo Sara, llevando los dedos hasta la punta del pie.

Luego se pasó el brazo tras la cabeza, presionando sobre el codo.

—Hueles diferente —dijo él.

—La gente cambia, pero no es necesario que lo diga. Atravesaste media ciudad para decirme eso.

—No vine por ti, fue una coincidencia. —Sonrió levemente.

Ella no lo notó, seguía sin mirarlo.

—¿El destino? ¿Acaso ahora crees en eso? —cuestionó Sara.

—Si no creyera en él, no me empeñaría en cambiarlo.

Una tarea tan descomunal como aquella sólo era apta para alguien descomunal como él, el que se resistía al destino, el que podía cambiarlo y se daba el lujo de restregárselo en la cara.

—Te deseo mucho éxito.

—Guárdate tus deseos, Sara. El que tú y yo estemos aquí, sin absolutamente nada que nos una, demuestra que lo conseguimos. Vencimos al destino. No existe algo así como "amantes predestinados", es parte del folcklore y nada más. No somos esclavos de nuestras pasiones.

—Genial ¿Quieres que vayamos a celebrar?

La respuesta de Misael fue interrumpida por la melodía del teléfono de Sara. Como todo un caballero, él no escuchó la conversación.

—Ya debo irme, la celebración tendrá que esperar.

—¿Tienes otro caso?

—No. Mi novio tiene el desayuno listo y no quiero que se enfríe. Espero que ya no haya más coincidencias —dijo, yéndose por el sendero del que venía.

Ya nada quedó de la expresión triunfal que inundaba el rostro de Misael Overon. La furia empezaba a asomar sus colmillos peligrosamente.

                                          〜✿〜

—Treinta y dos disparos. Al menos es lo que pude contar de manera preliminar —dijo Max, que había llegado a la escena antes que Sara.

Los habían llamado poco antes de que empezara el turno.

—¿Un ajuste de cuentas? —preguntó ella.

El auto en que se movilizaba la víctima había quedado como colador. El aroma a sangre era insoportable. Ella había aprendido a controlar su olfato en la academia o ya estaría vomitando.

—Es lo más probable.

Revisó la billetera, allí estaban los documentos de identidad de la víctima.

—He visto su cara en otra parte —dijo Sara—. ¿No es el traficante al que buscan Anton y Marcela?

Había visto una foto suya en el muro de la oficina de sus compañeros. Una hora después, trabajaban los cuatro en el caso, que se había vuelto mucho más grande. Una mujer asesinada por su novio narcotraficante, que luego acababa baleado hasta por debajo de la lengua, un cargamento de droga perdido y una millonaria transacción bancaria. Definitivamente era un caso grande, tanto como lo hubiera sido el del lobo de haber resultado ser un asesino serial.

—La reunión con los de narcóticos será en media hora. Esos tipos son desagradables. No los diferenciarás de la escoria que persiguen —le contó Max.

Pronto estuvieron en una pequeña salita los cuatro detectives de homicidios y dos de narcóticos, con su relajada vestimenta. Probablemente no parecer policías les ayudaba en su trabajo. Podían ir y comprar droga en cualquier esquina así como andaban. Si Sara los viera por la calle, cruzaría la acera.

—Este que les vamos a mostrar es el clan "Álvarez" —dijo Rodolfo, el detective a cargo—. Dominan el sector norte de la ciudad y son los enemigos de los "Suárez", clan al que pertenecía su víctima.

Las imágenes de las personas se proyectaron en el muro. Entre ellos debía estar él o los responsables de la balacera. La primera víctima, la mujer, era "Álvarez".

—Como Romeo y Julieta —dijo Anton—. Era obvio que acabaría mal.

—Pero le da sabor a la vida —agregó Marcela, riendo.

Rodolfo tosió y volvió a hacerse silencio. Él y su compañero eran bastante serios, a diferencia de los de homicidios. Vivir en constante encuentro con la muerte podría haberlos ensombrecido, pero no era así, al menos no todavía. La mayoría no llegaba a los cuarenta años.

—Los cabecillas respetan los códigos del bajo mundo, pero las nuevas generaciones son más impulsivas y violentas. Actúan sin pensar en las consecuencias y siembran el terror. Son el eslabón más débil y en ellos nos enfocamos. Ariel Suárez era nuestro objetivo. Teníamos intervenido su teléfono.

—¿Entonces sabían que iba a matar a su novia? —preguntó Anton.

—Sabemos que discutieron, nada más —agregó el otro detective, Isaías.

—Tenemos grabadas las amenazas que le hicieron los Álvarez cuando descubrieron lo que había hecho, eso les servirá de evidencia —indicó Rodolfo.

—¿Hicieron una alerta al respecto? —preguntó Marcela.

Max y Sara miraban la escena con atención, sin intervenir.

—¿Me estás acusando de algo? Porque se siente como una acusación —reclamó Rodolfo, en tono airado.

Anton se levantó.

—¡No le grites a mi compañera!

—Eres tú el que está gritando —dijo, empujando a Anton.

Y Anton no iba a quedarse porque su paciencia era muy escasa. Iba a asestarle un puñetazo cuando Max se interpuso. Lejos de apaciguar los ánimos, Rodolfo se dedicó a provocarlo, enardecido. Luego de bastantes gritos, papeles volando y floridos insultos, la situación se calmó. La pequeña salita se había convertido en una olla a presión, pero nada grave había pasado, salvo que Sara no estaba por ninguna parte.

—Rojas ¿Estás aquí? —preguntó Max, golpeando la puerta del baño.

Era el único lugar al que pudo ir en el edificio en que estaban, lleno de pasillos estrechos y con aroma a cigarrillo.

—Sí... —dijo, con angustiosa voz.

—La pelea quedó en nada, perro que ladra no muerde. ¿Te asustaste?

—No... Dame unos minutos...

La curiosidad lo hizo pegar el oído a la puerta. Se oían pesados resoplidos, como si Sara se estuviera ahogando.

—¿Estás bien, novata?

Sara no contestó, pero el suave quejido que oyó le dio a Max razones suficientes para irrumpir en el baño. La mujer descansaba apoyando los brazos en el lavabo. Las piernas le temblaban y tenía el rostro y la blusa mojada.

—¿Te enfermaste? ¿Te subió la presión o algo así?

Le abanicó el rostro, ella se ahogaba.

—No... necesito mi bolso... mis píldoras...

La vio apretar los ojos y lamerse los labios. Ella no estaba enferma, claro que no, se estaba quemando. Su cuerpo ardía y el calor era tan intenso que hasta él lo sentía.

—¡Oh, por Dios! ¿Es el celo?

—No... pero estoy muy caliente... no quiero que él lo note.

Sara se refería a Rodolfo. El detective de narcóticos era un alfa. En el ardor de la discusión, el hombre que, en realidad era una bestia, había dejado salir su esencia salvaje y la habitación, pequeña y con poca ventilación, se había llenado de sus sensuales y atrayentes feromonas, de sus hipnóticas feromonas. Las de los alfas eran tan poderosas que los inhibidores y supresores que usaba Sara se volvían meros placebos y la dejaban a merced de sus instintos salvajes.

—Así que a esto te referías cuando dijiste eso de desear a quien no amabas. ¿Y quieres follar sólo con él o yo también te sirvo?

—¡Esto no es broma!... No imaginas lo que puede llegar a doler —dijo ella, aferrándose el vientre.

Max se quitó la chaqueta y la cubrió con ella.

—Vamos, te ayudaré a salir de aquí.

La rodeó de la cintura para ayudarla a andar. El calor que Sara emanaba le calentó a él la piel, pero ningún pensamiento sexual cruzó por su cabeza. El estado de su compañera lo preocupaba, no lo excitaba en lo absoluto, pero claro, él no podía oler la cautivadora fragancia que brotaba de cada uno de sus poros y que parecía gritar: "estoy aquí y estoy lista, devórame".

Al doblar en una esquina se encontraron con Rodolfo. Ella no alzó la cabeza, él se la quedó mirando hasta que doblaron al final del pasillo. Cruzaron todo el edificio, el patio que lo conectaba con el que contenía a la unidad de homicidios, cogió el bolso que había dejado en la oficina y se fue a encerrar al auto.

Tomó dos píldoras, eso era en caso de emergencia. Luego de unos minutos de soledad y aislamiento, pudo respirar en paz. Ya no olía al alfa, no era susceptible a su atractivo animal e irresistible. Se miró a sí misma, estaba hecha un desastre, empapada en sudor, con las ropas revueltas y deseosa de algo que no deseaba en lo más mínimo.

Cuanto lamentaba que el amor que tenía por Jay no la protegiera de sucumbir al poder de sus instintos. Cuanto lamentaba no tener el control sobre su cuerpo.

Pero ya estaba bien, la exposición a las feromonas del alfa no había sido tan duradera como para adelantar su celo. Se había salvado por poco.

—Tuviste suerte esta vez, Sara —dijo, suspirando.

Un golpe en la ventanilla la sobresaltó. Allí estaba Rodolfo, mirándola con ojos lobunos y hambrientos.

—Abre la puerta, yo puedo ayudarte, linda.

Ella no se lo pensó dos veces, metió la llave y pisó el acelerador a fondo. No volvería a la estación hasta darse un baño y estar bien segura de que nadie podría notar su tan vergonzoso estado de calentura. 

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