V Instintos y control

—Vaya, vaya, tenías razón, muchacho. ¿Quién lo diría?

—Mi instinto no me engaña, Samuel. Ha sido así desde el principio y confío en él aunque nadie más lo haga.

—¿Qué tal tu nuevo compañero?

—Ay, Samuel. Ni te lo imaginas —dijo Max, vaciando su vaso—. En apenas unos días ha pasado mucho.

Fue por más cervezas al refrigerador. Mañana tendría el día libre y había bastante que hablar con su amigo.

Lejos de allí, en el barrio residencial del lado oeste, una casa de gris piedra estaba sumida en el silencio.

—Sara, ya llegué —dijo Jay en cuanto cruzó la puerta.

Ella no contestó, pero no fue necesario. Estaba metida en la tina, con expresión cansada.

—Ahí afuera es un caos. Al final tu compañero tenía razón —dijo él, sentándose en el borde—. ¿Cómo estás?

—Agotada. Lo peor es que siento que no he hecho nada.

—Debe ser el estrés. Esto ha sido muy inesperado. Los representantes del consejo se reunirán con el ministro de seguridad pública. La paranoia está subiendo como la espuma.

Sara cerró los ojos.

—Ahora tendrás más trabajo que nunca ¿No?

—No —dijo ella—. Rompió las reglas del pacto de paz, ya no es asunto de la policía. Los militares se harán cargo de ahora en adelante.

—Bien por ti. Yo comí en el trabajo ¿Quieres que te prepare algo, Sara?

—No tengo hambre.

Jay la abrazó y besó. El agua de la tina ya estaba fría.

—Ve a la cama, te hará bien dormir. Estaré en el sótano.

Sara oyó sus pasos alejarse por el pasillo y bajando la escalera. Cada peldaño se oía más despacio y lejano. Cuando cruzó la puerta, ya no pudo oír más, el sótano estaba insonorizado. Abrió los ojos y miró sus arrugados dedos. Se preguntó por qué sólo los dedos se arrugaban y no el resto de la piel. Se preguntó qué podría hacer para volver a sentir que su cuerpo le pertenecía.

El día libre pasó como un suspiro y estuvo de vuelta en el trabajo. Sus compañeros la recibieron con felicitaciones que se sintieron más que inmerecidas. Se paralizó, dejó escapar a un asesino, nadie debía felicitarla.

—¿Lo ves? Así se les cierra la boca a los patanes —le dijo Max—. Ya nadie se burlará de nosotros y no volverán a decirte Scooby-doo.

—¿Cuándo me dijeron así?

—Ya no importa, Sara. Teníamos razón.

Entraron de una vez a la oficina, había mucho papeleo que hacer y recabar toda la evidencia en contra de Reyes. Cerca del mediodía, los dedos de Sara quedaron suspendidos sobre el teclado y sus ojos fijos en la puerta. Max, que revisaba unos documentos, vio en su compañera a un perro cuando oía algo que nadie más y esperaba, expectante, a que alguien llegara. Así lo hacía Tommy, su labrador, cuando la novia que tenía en ese momento estacionaba fuera de la casa. Se quedaba estático en el sillón y brincaba para ir a recibirla en cuanto metía la llave en la cerradura.

Sin embargo, Sara no parecía querer brincar sobre nadie, sino todo lo contrario. No quiso preguntarle qué ocurría, no quería desconcentrarla y arruinar el momento. Probablemente él también estaba expectante como un perro.

—Buenos días —dijo Misael Overon, tras golpear con sus dedos el cristal de la puerta abierta.

—Señor Overon, no era necesario que viniera. Íbamos a ir por la tarde.

—Me quedaba de paso.

Max le indicó que tomara asiento frente a él. Debían llenar un informe con el testimonio del hombre. Uno de sus trabajadores estaba muerto y el otro era un asesino. En ningún momento de la conversación Misael miró a Sara, pese a estar a menos de tres metros de distancia. Ella tampoco lo miró. Se dedicó a escribir lo que él decía. Los hombres involucrados en tan lamentable suceso eran buenos trabajadores, buenos compañeros, nada más sabía él.

—Supongo que nunca se termina de conocer a las personas —dijo Misael.

Sobre todo cuando eran lobos, pensó Max. Sólo lo pensó.

—Gracias por su tiempo, señor Overon, eso es todo —le dijo.

—Cuenten conmigo para lo que necesiten.

Al levantarse, los ojos oscuros de Misael miraron por última vez a Max, bajaron y, como si no quisieran, pero fuera inevitable, dieron con Sara y sobre ella se quedaron. Fueron apenas unos segundos antes de que el hombre volteara, pero fue tal la intensidad de su mirada que parecía haberla visto por completo, cada detalle, cada respiro y contado cada cabello fuera de su moño.

El hombre cruzó la puerta y la ligera brisa que generó su abrigo hizo a Sara alzar la vista por fin. Se quedó mirando el vacío, el espacio que había ocupado el magnate hacía unos instantes. Inhaló con fuerzas, como si durante todo el interrogatorio hubiera estado aguantando la respiración. Max no necesitaba ser un detective para saberlo, era evidente que ambos se conocían. En un comienzo, creyó que lo alterada que había quedado su compañera cuando el sospechoso se lanzó del edificio se debía precisamente a eso, pero ahora sospechaba que era por Overon.

Y por mucha curiosidad que tuviera al respecto, no iba a andar de chismoso, eso era de mujeres, así que hizo como que nada había visto. ¿Tensión sexual? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Subiré un poco el aire acondicionado, está muy caluroso —dijo él.

Sara asintió.

Los informes estuvieron listos al atardecer, con toda la evidencia que disponían, que no era mucha realmente. Tenían un móvil, pero nada conectaba al victimario con el lugar en que había sido hallado el cuerpo, que no era la real escena del crimen. Seguían sin testigos, pero sí mucha evidencia biológica. Nadie más que un lobo podría provocar esas fracturas y este lobo estaba prófugo y tenía muy buenas razones para liquidar a la víctima. Caso cerrado, sólo faltaba encontrarlo o a la ex pareja y su hija.

A ellas se las había tragado la tierra y, como les asignaron otro caso, lo dejaron en espera de que apareciera nueva evidencia. Habían enviado la alerta a los oficiales de aduanas y fronteras, al personal de terminales de buses y trenes, ya no se podía hacer más.

—Un crimen pasional —dijo Max, luego de dar un vistazo a la nueva escena.

La habitación de un departamento. Una joven mujer vestida en una camisa de seda, muerta junto a la cama con las sábanas revueltas.

—Te apuesto el almuerzo a que el esposo la descubrió con el amante. El infame escapó más rápido, ella no lo logró.

Le habían rebanado el cuello con un objeto filoso. Iluminó con su linterna. Con sus manos enguantadas cogió un cuchillo ensangrentado de debajo del velador.

—Parece que tiene huellas en el mango —dijo ella antes de meterlo en una bolsa para evidencias.

—Fue un arranque de ira. Se calmó, vio lo que había hecho y corrió como un loco, dejando toda la evidencia detrás.

Con una luz ultravioleta iluminó la cama, luego de correr las cortinas. Las sábanas estaban todas salpicadas de fluidos, vestigios de los escarceos que hubo antes del crimen. Tomaron muestras de todo y fueron a interrogar a los vecinos del piso. Del ascensor bajó el conserje, jadeando. Había estado revisando las grabaciones. Tenía la secuencia que mostraba a la víctima en actitud amorosa con otro hombre. Entraban a la habitación. Horas después, entraba el esposo, salía corriendo el otro hombre a medio vestir y finalmente el esposo, enajenado y con las manos cubiertas de sangre.

—Ese conserje nos ahorró horas de trabajo —dijo Sara en el restaurante, rogando para que Max no ordenara algo tan costoso.

—Es por las series de detectives. Todos sueñan con ser un CSI.

—Fue un caso bastante sencillo, me genera desconfianza.

Lo mismo que Max había deducido viendo en detalle la escena, Sara lo había supuesto al olerla. Los aromas contaban una historia de pasión y muerte, de amor e ira, de silencio y desolación.

—La mayoría son así, no todos los asesinos son mentes criminales. En los casi diez años que llevo, sólo me he topado con un psicópata: el asesino de los chocolates ¿Te suena?

Claro que a Sara le sonaba, lo habían estudiado en la academia.

—Enamoraba a sus víctimas, les regalaba chocolates, siempre los había en la escena del crimen. En algún momento se hartaba de ellas y las asesinaba, pero eso no bastaba. También mutilaba sus genitales —contó Sara.

Max hizo una mueca de desagrado. Era de las más espantosas visiones, por su crudeza y crueldad inentendible.

—Los instintos que no se pueden controlar —dijo Max—. Un hombre enceguecido por la infidelidad, uno por su sadismo insaciable y el lobo por su furia. ¿Es a lo que te referías?

Sara tragó pesadamente lo que masticaba y bebió un sorbo de jugo.

—Más bien estaba pensando en no follar cuando estás en celo.

Max la miró con sorpresa y luego estalló en carcajadas. Ni en un millón de años hubiera esperado esa respuesta. La novata era reservada y seria, pero ya estaba entrando en confianza, eso era bueno.

—¿No tienes un novio que te ayude?

—Pues sí, pero yo quiero estar con él porque lo amo y lo deseo, no porque mis instintos me hagan desearlo.

—Pero el deseo sexual es de las cosas más animales que tenemos, eso lo hace espectacular, que te vuele la cabeza y te haga arder la sangre. Que se vuelva racional le quitaría la diversión —aseguraba Max.

—Esa mujer también tenía un novio, pero dejó que sus instintos y ese deseo animal la llevara a los brazos de otro y ya ves cómo terminó. Añádele que la licantropía intensificaría sus instintos y deseos por diez y tendrás un verdadero desastre.

Max se mantuvo pensativo. Terminó de comer lo que le quedaba en el plato y cruzó sobre él los cubiertos.

—Entonces lo que te preocupa es serle infiel a tu novio.

Sara se lo quedó mirando. Ojalá y fuera tan sencillo. Max podía creer que el deseo sexual le volaba la cabeza, pero su cabeza seguía sobre sus hombros en todo momento y tanto ella como el resto de su cuerpo le pertenecían de principio a fin. No era poseído por una entidad sobrenatural y misteriosa, no sentía que su cuerpo se deshacía cuando el deseo le volvía la sangre vapor y se dispersaba por los aires mezclado con sus feromonas para, sin quererlo, despertar el deseo de otro tan salvaje como él.

—Lo que me preocupa es desear a alguien que no amo.

Sara pidió la cuenta y ya no volvieron a hablar del tema. De camino a casa, Max pensaba en las píldoras de Sara, esas con las que la muchacha buscaba controlar sus instintos y que su racionalidad primara por sobre la bestia que dividía su conciencia. No imaginaba pasarse una vida entera tomándolas. Ni siquiera quería pensar qué harían aquellos para quienes las píldoras no fueran suficiente.

                                       〜✿〜

Las gotas de sudor, que caían como una fina llovizna, ya habían formado un pequeño charco bajo la máquina para ejercitarse. Brazos y piernas al mismo tiempo y ojalá algo para la cabeza también, para acabar con el ruido que la estaba convirtiendo en un infierno, así de caliente y caótica se sentía, así de perdida.

No debió ir a verla.

Débil. Estaba siendo débil.

Estaba probando su fuerza.

Estaba seguro de que seguiría ganando.

O se rompería en el intento.

Un chirrido metálico, unos goznes cediendo. La máquina, llevada al límite, se desarmó. No importaba. Él era Misael Overon y podía comprar todas las que quisiera. 

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