III Una loba en el armario

Había mujeres que llevaban a diario estrictas rutinas de belleza para mantener la piel, el mayor tejido del cuerpo, tersa, hidratada y nutrida. Sara no era la excepción, por supuesto, aunque sus razones iban más allá de la salud o vanidad. La apariencia visual no le importaba mucho, ella se enfocaba en un sentido que para los humanos era bastante limitado, no así para los lobos. El sensible olfato de sus congéneres era a quien buscaba engañar. Para lograrlo disponía de todo un arsenal de productos destinados a enmascarar su esencia, desde el shampoo que usaba hasta el bloqueador solar.

Daba gracias porque hubiera personas interesadas en la necesidad de mantener ciertas cosas en secreto, y que existiera la tecnología que lo permitiera. Era un ritual agotador, claro que sí, pero le permitía vivir con cierta tranquilidad, sobre todo en esos días en que su naturaleza lobuna clamaba con fuerza por saciar sus instintivos deseos. Ser una omega y estar en celo era una gran desventaja y ella no deseaba que nadie indeseable la encontrara y quisiera utilizar. Por paradójico que fuera, en su esclavizante rutina de camuflaje, ella encontraba algo de libertad.

Y podía llevar una vida prácticamente normal haciendo lo que más amaba. Llegó a casa luego de trotar en el parque cercano como acostumbraba hacer en las mañanas. Se duchó, usó todos los productos inhibidores y supresores, desayunó con Jay y estuvo lista para enfrentar un nuevo día.

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Muy sonriente Sara entró a la oficina a eso de las diez de la mañana.

—Los peritajes al teléfono de la víctima estarán listos en unas tres horas —le informó a Max.

—¿Ah sí? Me dijeron que tardarían al menos dos días.

—Eso es sin cupcakes de arándanos. Oí que a Aníbal le encantan los que venden en frente y fui a comprobarlo empíricamente. Tres horas y tendremos los resultados.

—Vaya, vaya, novata. Es tu segundo día y ya andas sobornando. Sí que aprendes rápido.

—El conocimiento es poder.

Encendió el computador para revisar los archivos que le habían enviado los de la agencia de seguros.

—Oye, Rojas ¿Tienes alguna enfermedad?

Ella dejó de teclear. Disimuladamente buscó su bolso con la vista. Estaba a un costado, sobre el archivero.

—Hace un rato fui a buscar unos documentos y tu bolso se cayó. Rodó esto.

En su mano estaba el frasco con las píldoras supresoras.

—La primidona es un fármaco anticonvulsivo ¿No? ¿Tienes epilepsia? —preguntó él, con total naturalidad.

—... Sí.

—Ya veo —dijo, levantándose y dejándole el frasco sobre el escritorio—. ¡¿Y por qué m****a no me lo habías dicho?! ¡¿Creíste que no era importante?! ¡Soy tu compañero! Allá afuera, cuando un criminal me apunte a la cabeza, mi vida estará en tus manos. ¡¿Cómo podré confiar en ti si me ocultas información?! ¡¿Cómo podré cuidarte si no me dices que estás enferma?!

Vaya pulmones que tenía el hombre. Todos los de alrededor ya debían estar enterados de su enfermedad.

—No me gusta depender de los demás. Esto es asunto mío y lo tengo bajo control. Aprendí a cuidarme desde pequeña, no le traeré problemas.

—Eso espero, Rojas. ¿Hay algo más que debería saber?

Ella negó y no fue respuesta suficiente para Max. Él mismo se encargaría de revisar el expediente de la muchacha, ya que, por alguna razón, nadie lo había puesto al tanto de su situación. Quién sabía qué más habían pasado por alto.

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Sara corría hacia la oficina, con el informe sobre el teléfono calientito.

—¿Dónde está Max? —le preguntó a Jenny al no hallarlo en la oficina.

—Fue a hablar con el jefe. Y andaba dando portazos, así que está de mal humor.

¿En algún momento se le acababa el mal humor? Tal vez pronto. Tal vez cuando oyera lo que ella le diría.

La oficina del jefe de la unidad estaba al final de la habitación. Avanzó por entre los escritorios de los oficiales cuyos rangos no les alcanzaba todavía para una oficina y se detuvo antes de llegar a la puerta. Los gritos se sentían desde allí.

—¡¿Creíste que no era necesario decírmelo, Tobías?! ¡¿Cómo puedes pasar por sobre mí de ese modo?! ¡¿Soy un monigote?! ¡¿Soy invisible?! —gritaba Max, fuera de sí.

Sara estuvo segura de que acabaría perdiendo la voz.

—No era obligación que te lo dijera.

—¡¿QUÉ?!

Sí, se quedaría sin voz.

—¡Es mi compañera! ¡Paso más de diez horas al día junto a ella! ¡Mi vida dependerá de la de ella en más de una ocasión! ¡¿Crees que no tengo derecho a saber que es una loba?!

El informe resbaló de los dedos de Sara. La puerta frente a ella pareció alejarse y la oficina ensancharse. Sus piernas temblaron y no quiso mirar atrás. No era necesario voltear porque sabía que todos sus compañeros allí presentes habían oído su mayor secreto. Desnuda, así se sentía, despojada de todas sus fortalezas, de su dignidad y autoestima.

—Max, conoces las leyes. Sabes que hay derechos que la protegen. Su naturaleza es confidencial y no está obligada a revelarla. "Tú no me dices y yo no te pregunto". Así funciona el mundo, acéptalo y sigue con tu vida.

Incapaz de alzar la mirada, Sara salió como pudo de la estación. Se dejó caer en el banco que había en la entrada. Cerca de quince minutos después llegó Max. Tomó asiento junto a ella. El silencio que mantuvo la hizo creer que efectivamente se había quedado sin voz. Perfecto, ella ya no quería volver a oírlo. Y si se había amputado la lengua de una mordida, mejor todavía.

—Me mentiste.

Milagrosamente el hombre hablaba, pero su voz era más ronca.

—Y usted me sacó del clóset de la licantropía. Creo que estamos a mano.

—Aunque no te guste, aunque las leyes digan lo contrario, tenía derecho a saberlo. Todos allí dentro tenían derecho a saberlo, somos compañeros, somos un equipo; somos familia.

—No todas las familias son buenas. Ahora tendré que vivir con sus miradas de desconfianza, sus burlas. "¿Estás al día con tus vacunas?", "¿Te pusiste el talco anti pulgas?", "¿Pedirás licencia cuando estés en celo?". Ya me las sé de memoria.

Max se mantuvo en silencio, mirando la pileta que había en la entrada con expresión meditabunda. Sara quería llorar, pero ahora más que nunca debía parecer fuerte. Ya lloraría cuando llegara a casa.

—Entonces... —dijo Max luego de un rato— ¿Pedirás licencia cuando estés en celo?

Sara se lo quedó mirando con incredulidad y finalmente sonrió.

—Tengo el tema bajo control, no afectará mi trabajo.

—Eso espero. Y espero una cosa más de ti, Rojas. Sin importar tu naturaleza, vas a ayudarme a atrapar al asesino, aunque sea un lobo también. ¿Lo harás?

¿Acaso él no se dedicaba a capturar criminales humanos todo el tiempo? ¿Por qué debería ser diferente para ella capturar a un lobo?

—Lo haré, compañero. Y lograré que puedas confiar en mí.

Volvieron a la oficina y siguieron trabajando en el caso. El seguro de la víctima estaba a nombre de su madre, una anciana senil que era incapaz de planear el homicidio de su hijo. Ni siquiera recordaba tener un hijo. Siguiente arista, lo descubierto en el teléfono. En el registro de mensajes había una conversación con una mujer, presumiblemente una pareja, que resultaba bastante interesante y que convirtió el encontrarla en una prioridad. Ella lo acusaba de haber abusado sexualmente de su pequeña hija.

Sin embargo, no había interpuesto ninguna denuncia en su contra.

—¿Por qué denunciarlo? —decía Max— La mujer es una loba, un infeliz ha lastimado a su cachorra. Ningún sistema de justicia castigará tal agravio así que ¡Zas! Le da un abrazo de oso y le rompe todos los huesos. Problema arreglado.

Era una buena hipótesis, Sara no podía negarlo. La ira de la mujer fácilmente la habría hecho violar todas las reglas que regulaban el pacto de vida en sociedad entre humanos y lobos. Y, sin proponérselo, condenaba junto con ella a todos los lobos que cumplían las reglas de no violencia.

—Que esté inubicable es otro punto a mi favor —agregó Max.

También era cierto.

—Tú que eres una loba también, debes saber si es posible solicitar que nos informen si la mujer efectivamente lo es.

—Sólo si tuviéramos pruebas indudables de su culpabilidad.

—Debe haber otra manera, una que no requiera tanta formalidad.

Violar la intimidad de alguien así como acababa de ser violada la suya, eso era lo que su compañero deseaba. Era el precio para atrapar a un asesino.

—Sus otras parejas deben saberlo —dijo Sara—. Es poco probable que sus familiares nos revelen algo, pero sus ex parejas sí, sobre todo si no terminaron en buenos términos.

—¡Muy bien, novata! Encárgate de encontrarlos.

Sara permaneció en la oficina, pegada al computador. Tampoco le emocionaba mucho la idea de salir, pero fue inevitable hacerlo al atardecer.

—Oye Max, ¿No tiene tu compañera conflicto de intereses? —preguntó Pietro— Ya sabes, para atrapar a tu lobo asesino en serie.

Las burlonas risas de todo el cuartel que estaba allí presente se silenciaron cuando Sara apareció.

—Hasta mañana —dijo ella, saliendo rápidamente.

Era apenas el principio.

—Hoy tuve un pésimo día —dijo Sara, tendida boca abajo sobre la cama.

Le contó todo lo ocurrido a Jay. El alfa fue hasta su lado y le masajeó los hombros.

—A ti te fue bien cuando te descubrieron ¿No?

—Esa es la ventaja de trabajar sólo con lobos —dijo él.

—No hay escuadrones de policías sólo de lobos.

No estaba permitido que formaran organizaciones. Ya no había manadas, había familias, sin vínculos políticos o militares, sólo la consanguinidad. O eso exigía la ley.

—De seguro hay más lobos allí —dijo Jay, subiéndole la camiseta hasta sacársela.

Le repartió suaves besos por la espalda.

—Lo sé, eso es lo que me preocupa.

—Yo te quitaré las preocupaciones.

A los besos le siguieron seductoras caricias y Sara siguió perdiendo la ropa.

—¿Por qué hueles a cloro? —preguntó Sara.

El penetrante olor inundaba la habitación y le causaba picor en la nariz, y eso que su olfato estaba lejos de ser tan agudo como el de un alfa.

—Manché mi ropa. Intentaba limpiarla.

—Déjala en el canasto, yo la lavaré el fin de semana. ¿Qué tipo de mancha es?

—Pintura. Intentaré con diluyente o compraré otra, no te preocupes.

—Espero que no haya sido la camisa que te regalé en nuestro aniversario, no te la he visto puesta.

—No fue esa, amor.

Era una camisa exclusiva, que tenía unos bordados en las mangas de la banda de rock favorita de Jay.

A media noche, seguro de que Sara dormía, Jay fue hasta su taller en el sótano. Había allí un escritorio y varios estantes con los materiales que él usaba para su trabajo. A un costado del mueble había una caja fuerte. Introdujo la combinación y sacó un recipiente. En él se remojaba la camisa de los bordados en el agua con cloro. La removió y notó con fastidio que las manchas rojizas seguían allí.

Estaba en serios problemas. 

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