Paulina
La noche llegó.
Había logrado pasar desapercibida todo el día, hasta que la puerta de la entrada se abrió.
Los pasos de Pierre eran inconfundibles, pesados, con ese ritmo de quien se cree dueño del mundo… o de las personas que habitan en él.
Me tensé al instante.
—¿¡Dónde está esa cosa esa que firmó conmigo!? —preguntó en voz alta, con un tono cargado de veneno.
Cuando me vio, soltó una risa seca.
—¡Desaparece, zorra! ¡Hoy no tengo ganas de aguantarte!
Lo miré sin decir nada.
Me parecía un milagro.
Una tregua que no esperaba... pero que agradecía...
Un castigo pospuesto.
Pero cuando dí un paso para esconderme en algún rincón, esa sonrisa torcida apareció. Esa que siempre anunciaba algo peor.
—Aunque... pensándolo bien... hoy te toca consentir a mis hombres de confianza.
Se hizo a un lado y por la puerta entraron tres de sus guardias: Ricardo, Fernando y Manuel. Los conocía. Siempre estaban cerca, aunque nunca me miraban como lo hicieron esa noche.
Sus ojos me recorrieron