Lucas
Paulina me envió la información para que comenzara a investigar. Y agradecí infinitamente poder salir de la casa.
El hospital tenía ese olor a desinfectante barato mezclado con sudor, tiempo y muerte que se colaba por los pasillos aunque todo brillara de limpio.
Caminé entre las placas con nombres dorados de médicos retirados, fingiendo ser parte del lugar.
No era la primera vez que me metía en un sitio sin autorización, y sin duda no sería la última.
El doctor Steinberg. Especialista en neurociencia, estudios en Berlín, trabajos con pacientes que habían sufrido traumas severos y deterioro de memoria por lesiones físicas o químicas.
Lucile lo había tenido bien guardado. Pero por suerte, Pierre se encargó de nombrarlo y encender nuestras alarmas.
Pasé por la recepción de neurología con paso seguro. No llevaba bata, pero sí un portapapeles y una mirada impaciente. Eso bastó.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó una joven con gafas detrás del mostrador.
—Vengo a buscar los informes del