PaulinaEl auto se detuvo frente al gigante edificio de fiestas, iluminado como una postal perfecta.Las luces, la música clásica filtrándose desde dentro, la gente moviéndose, ansiosos por entrar a esa pequeña parte de la sociedad que tanto tenía. Todo era tan... irreal.Apreté la cartera contra mi costado, usándola como un escudo. Aunque estaba segura de que ya no lo necesitaba.—¿Está segura, señora Salazar? —preguntó mi asistente, una mujer de cabello oscuro y traje negro. Su voz era firme, pero había algo en su tono, una preocupación que me hizo mirarla.Asentí.—Estaré bien. No se preocupe —respondí sonriendo para tranquilizarla—. Y soy la señora Moreau, no lo olvides.Ella dudó, me miró incómoda. Luego bajó la cabeza en un gesto respetuoso.Respiré hondo y salí del auto.La brisa de la noche acarició mis piernas desnudas bajo el vestido de seda.Cada paso hacia la entrada me hacia sentir más fuerte, poderosa, invencible.Podía sentir las miradas.Podía oír los susurros antes
Paulina El aire de la sala me ahogaba.Sentía el perfume mezclado de cientos de personas flotando como una niebla pesada.No podía quedarme allí.No.Las piernas me temblaban pero logré avanzar hacia las puertas que daban a la terraza.Empujé el marco de vidrio y salí.El aire fresco de la noche me golpeó el rostro.Apoyé las manos en la baranda de mármol.Respiré.Otra vez.Otra vez.No mires atrás.No pienses.No sientas.Pero los pasos se acercaron igual.Firmes.Reconocibles.—Paulina —escuché su voz, grave, áspera.No me giré.No podía.—¿Qué quieres? —pregunté, apenas un susurro.Sentí su presencia detrás de mí. No me tocó. No se atrevió. Pero estaba ahí, como una sombra que nunca había dejado de seguirme.—No pensaba encontrarte aquí —dijo.Me reí sin humor.—Tranquilo —dije—. No pienso arruinar tu noche perfecta.La amargura me quemaba la garganta.Max no dijo nada enseguida. Lo sentí moverse, inquieto.—No es lo que piensas —murmuró al fin.—¿Ah, no? —me giré, despacio, mirá
PaulinaPierre conducía con una mano en el volante y la otra en mi muslo, marcando territorio.Yo miraba por la ventana.Las luces de la ciudad pasaban borrosas, y en el reflejo del vidrio, no reconocía a la mujer que me devolvía la mirada.Una mujer nueva.Una mujer que ya no mendigaba nada.Una mujer que tomaba lo que quería.Llegamos a la casa, esa jaula de oro donde tantas veces sentí que me moría… donde fui rota, humillada y despojada de mi humanidad.Pero esta vez entré con la espalda recta, con los tacones resonando con firmeza sobre el suelo de mármol.Pierre cerró la puerta de un golpe.Se giró hacia mí, su sonrisa torcida y triunfante.—¿Ves? —dijo—. Sabía que volverías a tu lugar.Me quité la chaqueta con lentitud, dejándola caer sobre una silla.Me giré hacia él.—No malinterpretes las cosas, cariño —murmuré, caminando despacio hacia la sala—. Estoy de vuelta, sí. Pero las reglas cambiaron.Pierre alzó una ceja, divertido por mi actitud.—¿Reglas? —se burló—. ¿Ahora vienes
PaulinaNunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo. El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino… Pero por dentro... estaba muerta.Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola. —Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.—Vuelvo en unos minutos...La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas. Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.Sentí un golpe en el pecho. Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, co
PaulinaEl mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño. Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio. Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad. Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo... —Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…No lo dejé terminar.—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.Si
Paulina La semana pasó como un suspiro. No lo vi. No escuché su voz, ni su risa falsa, ni sus órdenes disfrazadas de comentarios educados. Pierre desapareció desde aquel desayuno caótico, y no regresó ni una sola vez.Técnicamente, estábamos en nuestra luna de miel. Legalmente, ya éramos marido y mujer. Pero en la práctica, yo era la otra... alojada en una suite con vista al mar, mientras él se revolcaba con la bruja de su mujer en alguna otra parte del hotel. O quizás en otra isla.La verdad, me daba igual.Aproveché cada segundo de paz que el muy desgraciado, sin saberlo, me estaba regalando.Encendía la laptop al amanecer y trabajaba hasta que el sol empezaba a ocultarse. Digitalicé todos mis bocetos; los organicé por línea, por estilo, por temporada. Le puse nombre a cada diseño, le di vida a cada prenda.Los subí a mi nube de tareas, para poder acceder a ellos en cualquier momento. Solo necesitaría mi correo y contraseña.Incluso hice unos renders rápidos para mostrar silu
PaulinaLa casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje. Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera. Mejor así.Me fui a la cocina. No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola. Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano. Dudé por un momento... Respiré hondo... Llamé.—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?Tragué saliva. Me dolía la garganta.—Hola, abue… estoy bien.—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?—Sí. Llegamos hace un rato.—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.Cerré los ojos."¡Dios mío! La necesito más que nunca..."—Hoy… no, abue. No te
Aníbal Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.No era parte de mi trabajo involucrarme. Lo sabía. Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. Y yo ya la había cruzado.No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.En mi caso, era la baja de la policía.Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.Tenía 26 años cuando murió. Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las