Paulina
Estaba sentada en el despacho del mejor pediatra del país. Tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas, como si eso pudiera detener el temblor que me recorría el cuerpo.
Iris estaba en la sala contigua, riéndose con la enfermera. Ella le hacía preguntas simples, juegos de memoria, dibujitos en una tablet.
Tan tranquila.
Tan feliz.
Como si el mundo no se estuviera cayendo a pedazos detrás de esa puerta.
El doctor revisó una carpeta gruesa con la misma parsimonia que se despliega antes de una sentencia. Luego me miró… con esa expresión que ya me había mostrado demasiadas veces: profesional, compasiva… pero vacía de esperanza.
Y aun así, duele.
Porque una parte de mí, por más pequeña que sea, siempre espera algo distinto. Una palabra. Un milagro. Un error en los exámenes.
Pero no.
Solo está su mirada, tan medida, tan limpia, que me dan ganas de gritarle que deje de verla como una cifra.
Que finja aunque sea un poco. Que me diga que va a estar bien, aunque sea mentira.
—L