JULIA RODRÍGUEZ
Llegué molida, con la espalda adolorida por cargar con la mochila y con mi pequeño Mateo, quien se había quedado en casa de sus abuelos bajo la premisa de que Santiago tenía algo muy importante que hacer.
«Me voy al «table dance» con mis amigos. Dejé al niño con mis papás», fue el mensaje que me mandó en cuanto salí del hotel, pero mi suegra dijo orgullosa que su hijo estaba haciendo cosas importantes por el negocio, y yo lo acepté porque no pensaba entrar en detalles.
La puerta rechinó en cuanto se abrió. La casa estaba en penumbras, pero el ambiente estaba especiado, como si a alguien se le hubiera ocurrido hacer mole. Entonces cerré los ojos por un momento y recordé que esta casa ya no era un refugio.
Llevé a mi pequeño Mateo directo a su habitación para arroparlo. Besé su frente y tuve que recurrir a mi fuerza de voluntad para no quedarme dormida con él. En cuanto salí de su cuarto, apenas cerrando su puerta, escuché la voz de Liliana que estaba en la sala.
—¡B