JAVIER CASTAÑEDA
El lugar al que llegamos estaba reducido a cenizas. Todo había colapsado, solo quedaban algunas columnas y los cimientos, pero no había nada que rescatar, era pérdida total. Respiré profundamente, el olor a quemado inundó mis fosas nasales.
Sobre lo que alguna vez fue un jardín, estaban los cuerpos enfilados y cubiertos por una manta.
—Al parecer ellos son los culpables —dijo Guillermo acercándose a los cadáveres. En ese momento uno de los militares que estaban custodiando levantó la manta del primer cadáver, señalando una marca en su brazo, dos letras entrelazadas—. PD, todos tienen esas letras.
—¿Una pandilla nueva? —pregunté con apatía. Me sentía extraño, ansioso. Cada minuto que pasaba lejos de Liliana me asfixiaba.
—Pero no son de aquí —respondió Guillermo encogiéndose de hombros—. Parecen gringos.
Entorné los ojos e hice memoria, esa rubia estúpida, la que había matado en la cena, ¿no tenía un tatuaje similar? Entonces descubrí el rostro de varios para darm