Narrado por Karina
Pensé en Teo. En su media sonrisa. En su forma de decir “yo puedo hablar por los dos”. ¿Era él? ¿Era el hombre del callejón? ¿El que me sujetó antes de caer?
¿O era el otro?
El que me seguía en la calle. El que me llamó desde la voz distorsionada. El que conocía el accidente de mis padres.
No sabía cuál de los dos me aterraba más.
Apagué la pantalla. Me puse de pie y me dirigí al baño. Me lavé el rostro con agua fría, con la esperanza inútil de borrar el día entero. Pero la sensación seguía allí, pegada a la piel. El eco de lo que no dije. El de lo que recordé sin querer.
Cuando regresé a mi habitación, me tiré en la cama sin cambiarme siquiera. Me quedé mirando el techo. Todo estaba quieto, pero yo… no.
Mi mente corría. En círculos. En espirales. En pasillos que olían a hospital y a fuego.
El teléfono volvió a vibrar.
Me incorporé tan rápido que el celular se me cayó en la cara.
Maldije en silencio, lo tomé, lo desbloqueé.
Un nuevo mensaje.
“Soy el que le salvó la vida, señorita Karina.”
El pecho se me apretó.
¿Era una broma? ¿Un intento patético de parecer interesante? ¿O un aviso?
¿Una advertencia?
Me ardieron los ojos. Sentí cómo subía una rabia tibia desde el estómago. No era miedo. No del todo. Era esa furia que solo sienten los que han sido vulnerables demasiado tiempo.
Lo bloqueé.
Apagué el teléfono. Lo tiré sobre la almohada y me di la vuelta.
Me sentía estúpida. Expuesta. Y, lo peor… profundamente observada.
Narrado por Dante
Iba camino a mi habitación cuando noté que la luz del estudio de mi padre seguía encendida. Me detuve en seco. Eran casi las once.
Me acerqué en silencio.
La puerta estaba entreabierta.
—Parece que puede hablar —escuché decir a mi madre. Su voz era baja, casi un susurro.
Me congelé.
—No debería ser capaz todavía —replicó mi padre—. Ya envié a alguien a investigar. El psiquiatra dice que fue un arrebato emocional. Un episodio aislado.
Mi corazón se disparó.
¿Karina?
—Eso está bien —respondió mi madre con suavidad—. Por cierto, hoy mandé a alguien a seguirla.
Una pausa.
—¿Dante?
Mi padre levantó la voz. Me había visto reflejado en la puerta abierta.
Entré sin pensar.
—¿De quién están hablando? ¿Es Karina? ¿La están siguiendo?
Mi madre intentó suavizarlo todo, levantándose con gesto tranquilo.
—Solo por su seguridad, querido. Salió sola. Me preocupaba que algo le pasara.
—¿Y ustedes mandan a alguien detrás de ella sin decirme nada?
—Tú estabas ocupado. Era por su bien —insistió mi padre, aunque no podía ocultar la irritación de haber sido sorprendido.
No dije nada.
Me ardía la sangre. Pero si lo decía en voz alta, iba a romper algo.
Mi padre me observó un segundo más y luego desvió la atención al portafolios sobre el escritorio.
—¿Venías por algo?
Respiré hondo. Volví al guion.
—El contrato con la División A. Quiero revisar los términos antes de firmar.
No dije más. Me senté. Fingí normalidad.
Pero una idea me taladraba por dentro.
¿Desde cuándo me esconden cosas sobre Karina?
¿Y qué demonios fue eso de que “parece que puede hablar”?Narrado por Karina
Di vueltas en la cama durante horas.
No podía dormir.
El mensaje, las voces en mi cabeza, el rostro de Dante al salir de la habitación. Todo se mezclaba como una sopa densa de emociones sin forma.
Volví a mirar el celular, aunque lo había apagado.
Nada nuevo.
Pero el cosquilleo en la espalda seguía ahí. La sensación de que alguien sabía. Alguien observaba.
Y yo no podía hacer nada más que quedarme callada.
Como siempre.
Narrado por Teo
El celular brilló frente a mí.
Ella lo había leído y no respondió.
Me reí sin humor.
Por supuesto que no respondió. ¿Qué esperaba? ¿Qué me agradeciera? ¿Qué me preguntara cómo sabía su nombre? ¿Que viniera corriendo a abrazarme por salvarla?
Tomé la copa de whisky y me acerqué al ventanal. La ciudad era un enjambre de luces ajenas. Ni una me pertenecía.
Miré mi reflejo en el cristal.
Un hombre de treinta años que parecía más viejo cada día.
Recordé al médico. Fue hace un año. Me lo dijo sin rodeos, como si habláramos de un proyecto fallido.
—Tiene una enfermedad degenerativa progresiva. Si no acepta tratamiento… uno a tres años.
Yo no lo dudé, le dije que no.
No quería el veneno de las medicinas, no quería la descomposición lenta. No quería ver mi cuerpo pudrirse mientras todos esperaban que peleara con una sonrisa.
Ya había peleado suficiente.
Veintiocho años de presión, violencia, juegos mentales y fama podrida. Ya era suficiente.
Decidí que viviría un año más. Uno bueno. Sin mentiras. Sin médicos. Sin trajes blancos.
Y luego… me iría. Sin drama, sin avisar.
Hoy, al abrir la app del contador, el número parpadeó como un presagio:
84 días.
Ochenta y cuatro días para desaparecer y, sin embargo… Su rostro seguía ahí. En el fondo de mi mente.
Karina. Ella no sabía quién era yo. Ni lo que arrastraba. Ni lo que iba a ocurrir. Y tal vez eso era lo mejor.
Pero parte de mí… parte de mí deseaba que sí lo supiera.
Que alguien, al menos una vez, se quedara a ver qué había bajo el monstruo.
Apagué el celular y me serví otro whisky.
No tenía sueño, pero el insomnio ya no era por la enfermedad, era por ella.
La ciudad se extendía bajo mis pies como una mentira bien iluminada. Desde el ventanal de mi apartamento, podía ver los edificios erguidos como columnas de humo. Todo parecía limpio, ordenado, perfecto. Pero sabía que no era así. Nada lo era.
Apoyé la frente contra el cristal frío. Sostenía la copa de whisky con una mano, sin haber bebido ni un sorbo desde que Karina leyó mi mensaje.
Lo había visto. Lo había abierto.
Y no había respondido.
No podía culparla. Si yo fuera ella, tampoco me respondería. La forma en que la abordé, el modo en que la toqué sin permiso, sin explicación, sin siquiera una advertencia. Pero había algo en sus ojos. Algo que me heló por dentro. Porque no era miedo. Era reconocimiento. Y ese reconocimiento me dolía.
No porque fuera real, sino porque yo también lo sentí.
Desde el momento en que vi sus labios temblar en la librería. Desde que noté el movimiento apenas perceptible en su garganta, como si las palabras se agolparan sin poder salir. Desde que vi esa mirada: la de alguien que ha aprendido a callar incluso cuando está gritando por dentro.
Ella me recordaba a mí. A un yo de otra época. Más joven. Más roto.
Volví a mirar el celular. El mensaje seguía sin respuesta.
“Soy el que le salvó la vida, señorita Karina.”
No era una declaración heroica. No era una amenaza. Era solo eso: una verdad. Porque si no la hubiese sujetado en ese callejón, habría caído. Tal vez se habría lastimado. Tal vez algo peor. Y no podía explicarle por qué estaba ahí. Ni por qué sabía su nombre. Ni por qué me obsesionaba desde el momento en que la vi.
No por belleza, no por deseo. Sino por algo que no podía nombrar. Algo que sentía justo detrás de la boca del estómago, donde se acumulan los recuerdos que no sabemos que tenemos.
Me senté en el sillón frente al ventanal. El whisky por fin tocó mis labios. El ardor fue inmediato, familiar. No por el alcohol. Sino porque había aprendido a dolerme sin que nadie lo notara.
Cuando cumplí veintinueve, el médico me dijo que tenía una enfermedad degenerativa rara. El tipo de cosa que aparece en artículos médicos con nombres impronunciables. El tratamiento era agresivo, invasivo, lleno de estadísticas y efectos secundarios que no quería experimentar. Me ofrecieron alternativas, hospitales, clínicas en el extranjero.
Pero yo dije que no.
Había pasado toda mi vida siendo diseccionado por otros. Desde los seis años, cuando mi madre murió y mi padre decidió convertir mi mente en un trofeo. Torneos de ajedrez. Entrevistas. Expectativas. Golpes. Frialdad. La gloria como castigo. La inteligencia como condena.
No quería pasar mis últimos años de vida encerrado en una cama blanca con tubos en la piel. Así que decidí poner un reloj.
Un año, un solo año para hacer lo que yo quisiera. Sin explicar. Sin complacer. Sin pertenecer a nadie.
Instalé la aplicación. “Cuenta regresiva: 84 días.” Y ahora ella aparecía.
Karina Bennett. La hija de los Bennett. La niña que se calló tras el accidente. La que nunca habló. La que ahora empezaba a recordar cosas que no deberían salir a la luz.
Y yo... Yo que también estuve ahí.
Ese fue el secreto. El que nadie sabe. El que ni siquiera el psiquiatra pudo sacarme.
Yo también estuve esa noche. No en el mismo coche. No en el mismo lado de la carretera.
Pero la vi. Vi las luces. El fuego. Escuché los gritos. Y algo más.
Vi a una niña con la cara llena de sangre, mirando fijo como si ya no estuviera allí. Como si una parte de ella se hubiese quedado en el asfalto.
Pasó tan rápido. Tan brutal. Tan incompleto.
Desde entonces, he tenido sueños con ella. A veces no tenía rostro. Otras veces lloraba sin hacer ruido. Otras, simplemente caminaba entre ruinas mientras mi cuerpo envejecía rápido, podrido desde dentro.
Ahora la tenía enfrente. De carne y hueso. Y no sabía qué hacer con eso.
Porque parte de mí quería alejarla, protegerla, mantenerla a salvo de lo que iba a hacer con mi vida.
Y otra parte... Quedarse un poco más.
Un poco más cerca.
Solo para ver si ella también podía ver más allá de lo que quedaba de mí.
Mi padre solía decir que el ajedrez era como la vida. Que no importaba cuántas piezas perdieras, mientras supieras proteger al rey.
Pero a veces, el rey no quería ser protegido. A veces, el rey solo quería rendirse.
Apagué la pantalla del celular. El mensaje seguiría allí. Leído. Ignorado. Silencioso.
Me serví otro trago. Me acomodé contra el sillón. Y me quedé mirando la noche como si pudiera tragarme también.
Ochenta y cuatro días. Eso era todo lo que me quedaba. O tal vez no.
Tal vez Karina rompería el silencio. Tal vez me respondiera.
Y si lo hacía... No sabía si eso me iba a salvar. O a destruir por completo.