¡WOOOOP! ¡WOOOOP! ¡WOOOOP!El sonido de la alarma no se oía; se sentía. Era una vibración física que sacudía los empastes de los dientes y convertía los huesos en gelatina.La sala de servidores, antes un templo de silencio blanco y frío, se había transformado en el interior de una arteria enferma. Las luces estroboscópicas rojas giraban en el techo, bañando todo —las máquinas, el suelo, la cara pálida de Rafael— en un color sangre intermitente y nauseabundo.—¡Están cerrando el sector! —gritó Rafael. Su voz apenas se distinguía sobre el estruendo—. ¡Corre hacia la esclusa!Elena no necesitó que se lo dijeran dos veces. Apretó la barra de metal en su mano sana y echó a correr.Delante de ellos, en el largo pasillo que conectaba La Colmena con los ascensores, las puertas de seguridad antiincendios comenzaron a descender desde el techo. Eran losas de acero reforzado, diseñadas para sellar la sala en caso de ataque químico o térmico.Bajaban lentas, pesadas, inexorables.Clang... Clang..
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