A miles de kilómetros de la tragedia, la Patagonia desplegaba su belleza cruda y helada. En un pequeño pueblo rodeado de montañas nevadas y lagos de un azul imposible, Federico Lombardi había encontrado un precario refugio.La cabaña de madera olía a leña y pan casero. Ivanka estaba sentada junto al fuego, tejiendo, su vientre ahora prominentemente redondeado por los seis meses de embarazo. Había sido un camino difícil. Cuando Federico llegó dos semanas atrás, desesperado, suplicando perdón, ella lo había recibido con una frialdad que rivalizaba con el glaciar cercano.Pero el tiempo, el aislamiento y la inminencia del bebé habían hecho su trabajo. Estaban intentándolo. Hablaban del futuro, elegían nombres, fingían una normalidad que ninguno de los dos sentía. Su matrimonio se había recuperado, pero solo superficialmente.Federico le había confesado su amor obsesivo por Amelia, pero jamás le dijo que se habían acostado. Había sido una confesión a medias. Ivanka, a su vez, lo había ace
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