Las puertas del ascensor se cerraron, aislando a Ricardo y Alessandro del resto del piso de la UCI. El único sonido era el zumbido eléctrico del motor y la música ambiental, un jazz suave que sonaba como una burla grotesca.
Ricardo se recargó contra la pared de madera del elevador, pasándose una mano temblorosa por la cara. Estaba pálido. —Dios mío, Ale... ¿viste su cara? ¿Viste la rabia en sus ojos?
Alessandro miraba fijamente el panel de los números, que descendían con una lentitud agobiante. Su mente no estaba en Emilio. Estaba en Shanghái.
—Me mintió —susurró, su voz desprovista de emoción. —¿Qué? —preguntó Ricardo, confundido. —Luca. Me mintió —dijo Alessandro, su tono ahora volviéndose gélido—. Le pregunté si la había vuelto a ver después de ese verano. Me dijo que sí. "Solo un café en Ámsterdam", me dijo. Un mentiroso.
—Todos mentimos, Ale —replicó Ricardo, su voz cargada de culpa—. Le mentimos a ese chico. Le mentimos desde el momento en que entramos a ese hospital. —No —dijo