La suite estaba sumida en un silencio tan denso que parecía absorber cualquier resto de sonido. Afuera, la ciudad seguía viva: bocinas lejanas, un murmullo constante de motores y voces, luces intermitentes que parpadeaban como si la noche entera respirara. Pero adentro, todo parecía detenido en un limbo privado, donde el único compás era el murmullo lejano del aire acondicionado y el acompasado —aunque inquieto— respirar de dos personas que, pese a compartir la misma cama, parecían estar separadas por un océano invisible.La penumbra se extendía en tonos dorados y anaranjados, proyectados por las velas que aún resistían sobre las mesas auxiliares. La cera derretida formaba charcos que se endurecían en formas caprichosas, y el aroma dulce, casi empalagoso, del perfume floral que habían encendido horas antes flotaba mezclado con el olor tibio de las sábanas recién usadas. La cama, enorme, parecía un campo neutral en una guerra silenciosa: cada uno aferrado a su lado, como si una línea i
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