La tarde se hizo eterna al lado de Selena Rosenthal. Amanda Rivas lo supo desde la tercera boutique, cuando ya llevaba el brazo adolorido de sostener perchas, el cuello tenso de mirarse en espejos con luces despiadadas y una sonrisa diplomática pegada en la cara como cinta adhesiva. Era un cansancio distinto al del trabajo en Arista, no era mental por cifras y reportes, era físico, femenino, absurdo… el tipo de agotamiento que te deja con la sensación de que hasta pestañear cuesta. Lo peor era que, al final, terminaron eligiendo el segundo vestido que se había probado. El segundo. Amanda quiso reírse y llorar al mismo tiempo, porque si Selena le hubiera hecho caso desde el principio, se habrían ahorrado media ciudad, tres cambios de humor y la tentación de renunciar a la moda para siempre. Pero Selena tenía esa forma de vivir, como si todo fuera una escena que debía quedar impecable, aunque
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