La luz del amanecer se filtraba por las cortinas de lino crudo de la mansión, tiñendo de oro la habitación. Gabriela abrió los ojos despacio, el cuerpo aún pesado por el recuerdo de la noche anterior: el agua caliente, los pétalos de rosa pegados a su piel, los gemidos ahogados de Adrián contra su cuello. Un suspiro escapó de sus labios. Por un segundo, el mundo era perfecto.Adrián entró en ese instante, descalzo, con una bandeja de desayuno en las manos: café humeante, croissants recién horneados, fresas cortadas en forma de corazón. Vestía solo unos pantalones de pijama grises que colgaban bajos en sus caderas, el torso marcado por las cicatrices que ella había besado una y otra vez.—Buenos días, reina —susurró, dejando la bandeja en la mesita y besándola en la frente. Luego en la nariz. Luego en los labios, lento, como si quisiera memorizar su sabor.Gabriela sonrió, incorporándose contra las almohadas de plumas. Tomó la taza de café con ambas manos, el aroma tostado llenándole l
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