POV Martina.El rugido del jet privado era un tambor constante, profundo, casi hipnótico, como si el cielo mismo anunciara la tormenta que se avecinaba en mi alma. Santiago estaba sentado frente a mí, inmóvil bajo el efecto del sedante, con las muñecas sujetas por esposas acolchadas que Dante había insistido en usar para evitar marcas permanentes. Me obligué a mantener la mirada fija en él, a grabar cada detalle en mi memoria como si fuera la última vez: la curva de su mandíbula, ahora más afilada por los años; las cicatrices leves en sus antebrazos, vestigios del incendio que creí lo había consumido; el pecho subiendo y bajando en un ritmo constante que me recordaba, cruelmente, que estaba vivo. Vivo, pero no mío.Lo había soñado tantas veces: el reencuentro perfecto, sus ojos abriéndose de golpe, mi nombre escapando de sus labios como una plegaria. “Martina…”, diría, y todo el dolor de cinco años se disiparía en un abrazo. Pero ahora, observando su expresión serena, ligeramente frunc
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