Oficialmente, Facundo Ramírez había recuperado su libertad hacía un mes, pero lo supo mantener en secreto. Había movido hilos con astucia: su abogado presentó una apelación, un juez revisó su “buen comportamiento” y una fianza cuantiosa hizo el resto. Los papeles se firmaron, las puertas de hierro se abrieron y el silencio cubrió la noticia como una sábana invisible. En su casa, ante su familia y su círculo cercano, Facundo se mostraba como un hombre renovado: puntual en el trabajo, honorable en las reuniones, atento en las comidas familiares. Nadie sospechaba la otra cara. Porque cada semana, con puntualidad ritual, él escapaba hacia su guarida: un cuarto de motel barato, discreto, donde las paredes estaban tapizadas de recortes de periódicos, fotos de Clara, esquemas dibujados con líneas rojas. Allí era donde realmente vivía, donde el veneno de la obsesión le daba sentido a su libertad. Mientras tanto, en el bufete, Mateo cargaba con un peso invisible y la vergüenza. Desde aquell
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