ADRIANOEl silencio se había vuelto un filo entre los dos. Mis palabras aún resonaban en el aire, y el Lobo, por primera vez en años, había perdido la maldita sonrisa.Lo solté con violencia, dejándolo caer contra el escritorio. Enzo se acomodó la chaqueta, respirando hondo, y entonces soltó una risa baja, amarga.—Vaya… —murmuró, mirándome con esos ojos verdes que parecían burlarse de todo—. Ahora no solo le debo la vida a un idiota… también a mi princesa.Mi sangre hirvió. Sin pensarlo, lo tomé otra vez y lo azoté contra la pared, el golpe retumbando en toda la oficina.—¡Aléjate de mi mujer! —escupí, con los dientes apretados, la rabia empapándome cada palabra.Él no se defendió. Ni siquiera intentó soltar mis manos. Simplemente sonrió, con esa maldita calma que me sacaba de quicio.—Que yo sepa… te divorciaste de ella. —Su voz fue un veneno suave, lleno de burla—. Legalmente no es tu esposa.Mi respiración se cortó, pero mis ojos no se apartaron de los suyos. Lo empujé con fuerza,
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