La segunda noche en aquella prisión se me hizo interminable. El silencio pesaba tanto que cada crujido de la madera parecía un disparo, cada sombra que se alargaba en las paredes me recordaba que estaba atrapada, sola, esperando un destino incierto. Me tumbaba en la cama, giraba hacia un lado, luego hacia el otro, hasta que el cansancio se volvió una tortura en sí mismo. Mis ojos ardían, pero el sueño no llegaba. Durante todo el día no recibí ni un bocado de comida, ni un vaso de agua. Nada de eso me extrañó, no cuando se trata de Bianca.Mientras la oscuridad y el silencio reinaban en aquella enorme casa, escuché un sonido filtrarse por los rincones.Al principio, apenas un murmullo. Voces amortiguadas que venían del pasillo, una de ellas reconocible al instante: Bianca. Su tono arrogante, afilado como una daga, se filtraba a través de las paredes. Me acerqué sigilosamente a la puerta, pegando el oído contra la madera helada.—¿Acaso has perdido la razón? —la voz de un hombre adulto
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